Había un perro bajo la cama | Un cuento de Eduardo Cerdán

Ficción

Este relato forma parte del libro homónimo publicado por Nitro/Press / IVEC en 2022.

"Adoptaría a un perro nada bonito, casi viejo, no tan chico, de ésos que la gente deja morir en la calle o en los albergues". (Generada con DALL E)
Eduardo Cerdán
Ciudad de México /

Para Julián, que se entrenaba cada tercer día en la paciencia, esperar era importante. “Tu pedido se entregará hoy”, leía por las mañanas, incluso los domingos, y la expectativa lo ponía en movimiento. Debía estar vestido, atento al timbre y, antes, a la llamada del repartidor de Amazon que le pediría su ubicación precisa porque el gps no registraba la cerrada donde vivía. Durante el mes que llevaba en ese departamento, Julián había recibido paquetes en días salteados. Qué ganas de tener. Con el entusiasmo egoísta de quien recibe sus primeros sueldos, aunque ya estaba lejos de aquello, él encargaba productos que le parecían indispensables para un adulto funcional. Un toallero tornasol que se adhería al mosaico con ventosas, por ejemplo. Apenas aguantaba media toalla, pero se veía muy bien. ¿La caja de veinticuatro fibras Scotch-Brite en oferta? Recibida, por supuesto, igual que la boquilla giratoria para la llave del fregadero. No tenía ningún descuento, pero el producto contaba con más de cuatro estrellas en el apartado “Relación calidad-precio”. No había mucho que pensar.

Por esas fechas, cada vez que amanecía, a Julián lo abrumaba el entorno: lo vacío de las paredes (debía pedir algo para llenarlas), de la almohada sin funda junto a él. ¿Así que de eso se trataba ser alguien que a los treinta y cuatro años vive solo, en verdad solo, por primera vez? ¿De comprar en línea y enfrentar un constante horror vacui? No nada más: también había que conseguir un perro. De pronto se volvió una urgencia para Julián, y el algoritmo de Amazon debía de saberlo porque no tardó en arrojarle sugerencias sobre camas, platos y premios. Era uno de sus proyectos con Mónica, pero poco después de que lo platicaron ocurrió lo otro, y luego de su indignación previsible Julián dijo lo que se acostumbra: “gracias por contarme”, “prométeme que no vuelve a pasar con nadie más”, “vamos a salir de ésta juntos”, “sé que te descuidé”. Pero pasó otra vez, ella ya no se lo contó y seguramente Julián no fue tan descuidado en esa ocasión porque hasta se enteró por su cuenta y después de volver a indignarse se fue. El día que la encaró había sido difícil controlar el quiebre de la voz, sus gallos plañideros, ante la risa cínica de Mónica. Se reía con la satisfacción de quien desecha un producto que ha llegado al fin de su vida útil: algo que nadie, en ningún lugar, querría ganarle. Julián se sacudía al pensar en aquel momento, en su propia vergüenza, y castañeteaba los dientes sin que pudiese evitarlo, como si su cuerpo no soportara el recuerdo.

Pero todo quedaba atrás. Ahora era momento de cerrar ciclos para entrar a una etapa emocionante, que también es lo que se acostumbra decir. El cielo era el límite, etcétera, y Julián, mientras, iba a tomar por fin las riendas de su vida. Adoptaría a un perro nada bonito, casi viejo, no tan chico, de ésos que la gente deja morir en la calle o en los albergues. Uno que nadie querría ganarle. Le pondría un nombre originalísimo, Max, y la rescatista que lo daba en adopción se lo iba a llevar esa misma tarde. Un camino nuevo, y emocionante, claro, se abría frente a él.

Max llegaba con el protocolo completo: esterilizado, vacunado y desparasitado. Era un periodo de prueba, explicó la rescatista, quien quiso comprobar que el nuevo hogar del perro fuera seguro.

     —Pues veo muy bien el espacio, joven —dijo Susana tras el breve recorrido que hizo con Julián—. Ya vi lo que me decía de que está muy chico su departamento, pero tampoco tanto. Con que saque a su perro a pasear, a que le dé tantito el sol aunque sea, es suficiente. Le voy a pedir que me mande fotos diario, ¿sale?, y en dos semanas vuelvo para ver cómo está Max y si no hay ningún problema le doy su cartilla de vacunas. Se van a hacer mucho bien, va a ver. Solo tenga paciencia y dedíquele tiempo en lo que se adapta.

La paciencia, ejercida cada tercer día, no era problema. El tiempo tampoco: como Julián había salido de la redacción de la agencia Notimex por el cambio de sexenio, cuando Max llegó él trabajaba desde casa como community manager de Mon Pie, la cadena de pasteles, cosa que habría parecido un retroceso en su carrera si no fuera porque a la dueña la habían incluido en Forbes como una de las cien mujeres más poderosas de México. Sus logros se le transferían, claro está, porque él tenía puestísima la camiseta. Julián le dijo a Susana que estaba de acuerdo con ella: el perro y él se harían mucho bien. Enseguida le enseñó lo que había conseguido para recibir a Max: el plato, la camita y los costales de alimento (uno extra para el albergue de Susana), así como la correa y el collar. Ningún problema hasta que ella intentó ponerle el collar al perro y…

     —¡Uy, no! ¡Le queda enoooorme! —gritó, histriónica.

     —Ahorita mismo le pido otro —dijo él—. O mejor una pechera, ¿verdad? A ver…

     —La pechera siempre es mejor, sí. Aguas cuando se la ponga, ¿eh, joven? Ya están prácticamente cicatrizadas las heridas de su lomo, pero no vaya a ser la de malas.

Hicieron el pedido juntos y se despidieron por primera vez.

     —No se le olvide el costal que compré para su albergue —advirtió él—. La marca tenía buenos comentarios en internet, a ver qué tal. Y aprovecho para regalarle este encendedor, mire, que es del lugar donde trabajo. Tiene postres muy ricos, la verdad. Estamos en todas las redes como “Pasteles Mon Pie”. —Si eso no era ponerse la camiseta, pensó Julián, quién sabe qué sería.

     —¡Ay, muchísimas gracias! Está divino el encendedor, todo chiquito. ¿Y qué dice aquí abajo…? —Susana frunció el ceño y leyó—: “Piérdeme sin que te duela”. ¡Ja! Qué divino, de veras. Y el alimento es de muy buena marca, joven. Mil gracias otra vez. Lo que no sé es cómo llevarme el costalote: se ve bien pesado.

     —Está pesado. Dieciocho kilos se dicen fácil, pero cargarlos… Y en mi caso fueron dos costales, o sea dos vueltas. Los pedí en Rappi…

     —Ya no estoy tan acostumbrada a cargar, fíjese, porque me hernié hace unos años.

Limosnera y con garrote, pensó Julián, y se le ocurrió que tal vez ella desistiría de su intento si él continuaba hablando:

     —… y me los trajeron a la puerta del edificio —siguió Julián—, pero no quisieron subir, entonces tuve que traérmelos. Son dos pisos, pero se sienten como veinte y…

     —Me imagino —lo interrumpió—. Ay, joven, ¿y no podrá ayudarme a bajarlo? Por mi hernia, le digo. Si no es mucha molestia.

Julián bajó el costal de mala gana y Susana hizo que se lo llevara hasta su cajuela. Se despidieron por segunda vez.

     —Ahora que lo pienso —apuró ella al final—, es mejor para Max estar en un espacio cerrado. Cuando lo encontré estaba temblando porque lo ponían nervioso los ruidos de la noche. Todavía tiene pesadillas y chilla quedito mientras está dormido. Cuando eso pasa nada más hay que acariciarlo y, si se puede, acercárselo al pecho para que los latidos de uno le recuerden a su mamá y se tranquilice.

Los aullidos de Max, que se había quedado solo, se alcanzaban a oír en la calle. Julián se apuró a volver y de inmediato investigó sobre los mejores juguetes para perros. No le compró ninguno de ésos porque las marcas no tenían promociones, pero sí pidió algunos similares, bien puntuados, que llegarían al día siguiente junto con la pechera.

Max había ido a esconderse bajo la cama en cuanto su nuevo dueño volvió. Julián se sentía alegre por la compañía, pero el miedo del perro le provocaba un malestar hondo: un dolor que no le pertenecía; que era de otro cuerpo, de otra especie. Max, lleno de sarna, tenía cortadas, marcas de nudos y quemaduras de cigarro cuando Susana lo rescató mientras deambulaba en una calle hostil de las afueras, llena de gente feral. Al perro le costaba, por eso, confiar en las personas. En especial, según había dicho la rescatista, en los hombres. Su pasado trágico también animó a Julián para escogerlo. Qué ganas de resarcir ese daño, de reparar un mal en nombre del género entero. Qué ganas de tener.

Para que abandonara su escondite bajo la cama, Julián sobornó a Max con unos premios de sabor a pollo. Su pelo de cerca, negrísimo, se veía aceitoso y grueso. Su lomo era tibio. Julián lo cargó y el perro se mantuvo tenso al inicio. Cada vez que intentaba acariciarlo, Max cerraba los ojos y bajaba la cabeza, como si estuviera a la espera del golpe, pero al cabo de un rato él mismo era quien buscaba las caricias. Qué conmovedor, pensó Julián, es un animal herido que se conforma con tan poco: después de conocer ciertos abismos cualquier cosa es buena, pues ya no queda prácticamente nada que perder.

Grandes y limpios sus ojos. Cuando el perro por fin levantó la cara para verlo, Julián se acordó de lo que le había dicho Mónica una de las primeras veces que salieron. Sentados frente a frente en la terraza de un café, él fumaba, con un nerviosismo que rozaba el pánico, a la espera de que todo se arruinara en cualquier momento, y ella tenía la vista fija en él. Cohibido veía al vacío para esquivar la mirada de Mónica, hasta que aquello se volvió insostenible y él tuvo que abrir la boca:

     —¿Qué ves? —fue lo primero que se le ocurrió preguntar.

     —Tus ojos.

     —¿Y eso?

Esperaba que ella contestase algo genérico, cualquier cliché, a su pregunta absurda. Que le dijera lo que se acostumbra: “te hacen ver guapo”, “son intensos”, “los ojos son la ventana del alma”. Pero la respuesta de Mónica lo desorientó:

     —Me gustan —dijo—. Brillan cuando tienes miedo.

Enviada a Susana la foto de Max comiendo con gran apetito, con ganas de tener. Selfies con el nuevo roomie en las historias de Instagram. Ya oscurecía cuando el perro rascó la puerta y Julián pensó que querría orinar. Había que sacarlo, pero el collar…

Susana era una exagerada, aprensiva, que además se hacía la víctima con tal de no cargar. El collar de Max no le quedaba tan grande. Además no iban a la calle, sino a la parte trasera del edificio, donde estaban las jardineras. Bajaron. Aunque la cinta de piel sintética bailaba un poco en su cuello, el paso del perro era tan tímido que eso no significaba ningún peligro de fuga porque, además, apenas si se despegaba de su nuevo dueño. “Qué divino”, contestó Susana a la foto de Max comiendo por primera vez en su nueva casa. Julián aprovechó para revisar si Mónica ya le había respondido. Le preguntaba si podía pasar por el escurridor de trastes que él había comprado en el súper (aún no descubría Amazon) cuando vivían juntos, pero por lo visto estaba decidida a ignorarlo. La imaginó ahí, frente a él, diciéndole “miserable” con gesto de disgusto, y de inmediato ahuyentó la imagen con la mano, como si se tratara de un mosquito.

Llegaron al vestíbulo y Julián notó que antes, cuando bajó con Susana, no había cerrado la puerta del edificio, seguramente porque le urgía volver para que Max dejara de aullar. Estaba a nada de enmendar su error cuando un paseador de perros, con dos amarrados a su cinturón, salió del fondo de la cerrada. Pudo ver que eran machos, sin castrar. Empezaron a ladrarle a Max, que dejó la timidez por el pavor y quiso salir hacia el otro lado de la calle. El collar lo detuvo al principio, pero Max, desesperado por huir, se deshizo de aquello que lo apresaba y se soltó a correr rumbo a la bocacalle hasta que desapareció en lo oscuro.

Después de peinar a pie las cuadras cercanas durante la noche, Julián volvió a su departamento para imprimir unos volantes. A la antigua, no había de otra. Con qué cara iba a anunciar en su perfil como extraviado al perro que unas horas antes presumía como recién llegado. Con qué cara le diría a Susana. La foto que le había enviado no servía para los volantes porque el plato de croquetas tapaba al perro, así que usó una, recortada, de las que había subido a Instagram. Varios mensajes de celebración por el nuevo roomie: “Admirable”, “Tienes un gran corazón”, “Qué bueno que cambiaste la vida de ese chiquito”… Julián fue a la recámara por la cinta adhesiva que guardaba en el buró. Lo vacío de las paredes, de la almohada sin funda. Nadie habría dicho que ahí, unas horas antes, había un perro bajo la cama.

Julián salió a pegar los volantes en la madrugada. Anotó en ellos lo que se acostumbra, con lo cual quedaron fuera otros datos importantes sobre Max, como la calidez de su lomo o el hecho de que sus ojos, igual que los del amo, brillaban cuando tenía miedo.

Al regresar, Julián se recostó en el sillón más amplio de la sala a oscuras. Ya había clareado el día cuando recibió la notificación: “Tu pedido se entregará hoy”, avisaba Amazon sobre la pechera y los juguetes de su nuevo perro, que debía de haber dormido muy mal, con temblores y pesadillas, porque los latidos de la noche, en la calle, no calman a nadie. Sin soltar el celular, Julián cerró los ojos y con la mano vacía se pellizcó el puente de la nariz. Apretó los párpados con fuerza, varias veces, aferrado a la fantasía, el deseo, de que el mundo desapareciera si él dejaba de verlo.

Esperaría.

Eduardo Cerdán


Es autor de los libros de cuentos 'Pasos en la casa vacía' (2019), 'Los niños volvieron de noche' (2021) y 'Había un perro bajo la cama' (2022), y compilador de 'La lectura al centro. 55 autobiografías lectoras' (2022). Estudió la maestría en Literatura Comparada en la UNAM, donde ha impartido clases, y también ha sido profesor en la UV. Recibió el segundo Premio Nacional de Relato Sergio Pitol 2015 y mención honorífica en el Concurso Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés 2022. Es el coordinador administrativo de la Escuela de Escritura de la UNAM.

AQ

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