En el maravilloso Art Institute de Chicago, un cuadro reúne a una pequeña multitud que lo observa con devoción y le toma fotos. Nosotros también lo hemos estado buscando y al acercarnos, me llama la atención tanta gente mirando un cuadro en el que cuatro solitarios los ignoran: no es la Gioconda con su sonrisa retadora, ni son las teatralidades de un Picasso o la provocación del cuadro de Balthus en la pared que hace esquina con esta. Los cuatro personajes de Nighthawks no quieren ser observados; espiados quizá, en un momento perdido de cualquier noche perdida en Nueva York. Atrás del mostrador, un hombre nos da la espalda; otro ve al frente, como sumergido en sus pensamientos y la mujer a su lado observa algo verde que trae en la mano, un billete tal vez. El empleado mira a la calle o al hombre, no sabemos.
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Hacemos fila en el gentío para poder disfrutar el cuadro a nuestras anchas y tomarle la consabida foto que mandaremos conmovidos, emocionados, a nuestros amigos y familiares: estoy donde la joya, estoy en la maravilla, llegué a la Meca. Pero tan solos están los cuatro personajes, tan abstraídos en la calma de la luz amarilla que los aísla de la oscuridad verdosa, en aquella cafetería sumergida en la noche como una nave espacial, como si realmente no pudiera penetrar en ellos, ni en el cuadro, y eso que estoy frente a the real thing. Me gana la melancolía al sentir que sigo tan lejos del fetiche como lo he estado frente a todas las reproducciones vistas a lo largo de la vida. Su soledad cala, nos expulsa. Leo que el modelo para pintar a los tres hombres fue el propio Hopper y su esposa la de la mujer; más que una escena cotidiana, Nighthawks parece un estado mental.
Pienso en el título genial de aquella novela de Paul Auster, La invención de la soledad y en nuestra época llena de multitudes que deambulan por todas partes. No estamos solos ya en ninguna parte y el cuadro de Edward Hopper, en su misterio, es tan solitario que no deja llegar a él; quizá por eso mismo las multitudes –entre las que nos encontramos– lo adoran. Si prolongamos las líneas de la vitrina, pienso, la entrada al lugar quedaría a un lado de nosotros, los que miramos el cuadro sin poder penetrarlo. El título de la pintura se traduce como noctámbulos o aves nocturnas, pero hawks también quiere decir halcones. Quizá somos un poco aves de rapiña buscando entrar al cuadro y esos noctámbulos se refugian en el café de la oscuridad que los rodea y de nosotros, las multitudes ávidas.
En la tienda del museo compramos dos pares de calcetines con la reproducción de Nighthawks para nuestras hijas. Quizá en sus tobillos, los solitarios saldrán a las calles.
AQ