Cartas de Arendt a sus amigos: ensayos de comprensión

Ensayo

En la escritura epistolar de Hannah Arendt, pensar es compartir mundo con otros. Un ejercicio vivo del pensamiento, en el que lo íntimo y lo público se entrelazan sin jerarquías.

Hannah Arendt en 1958. (Munich Stadtmuseum)
Olga Amarís Duarte
Ciudad de México /

Fue una escritora prolífica, en momentos compulsiva, de cartas dirigidas a mujeres y a hombres de Europa, Israel y Estados Unidos, en alemán, inglés y francés, incluyendo con gran desenvoltura conceptos en hebreo, latín y griego. Artefactos de papel, encapsulados en sobres y embellecidos con sellos marcando la extranjería, le permitieron sostener una comunicación atemporal y transterritorial capaz de tender puentes a lo largo y ancho del exilio.

Ocupó, en especial, un lugar central en su vida intelectual y afectiva la correspondencia mantenida con los amigos, entablando en ella un diálogo íntimo con quienes, incluso en la distancia, permanecieron más cerca de su pensamiento. El Archivo de Marbach am Neckar en Alemania y la Librería del Congreso de Washington guardan centenares de cartas de Arendt dirigidas a filósofos como Karl Jaspers, Martin Heidegger, Günther Anders, a su marido Heinrich Blücher, a sus amigos intelectuales judíos Kurt Blumenfeld, Gershom Scholem, Walter Benjamin, a los escritores Hermann Broch, Uwe Johnson, Alfred Kazin y también a las amigas: a la periodista Charlotte Beradt; a Rose Feitelson, editora y «pulidora» del inglés germanizado de las grandes obras arendtianas; a Hilde Fränkel, con la que mantendrá una amistad platónica-erótica; a Anne Weil-Mendelsohn, la confidente de la juventud más temprana y de cuya mano llegará a otras cartas, a las de Rahel Varnhagen, y a las amigas estadounidenses, la escritora Mary McCarthy y la editora Helen Wolff.

En su correspondencia se comprueba que cada carta por separado constituye un auténtico ensayo de comprensión en donde los amigos se aproximan con la atención necesaria para entender las razones del otro. Lo público, lo privado, hasta lo más íntimo tiene cabida en un sobre. De ahí que en ocasiones sea imposible mantener esa escisión entre la res publica y la res privata que tanto tematiza en sus libros. Encontramos a Arendt como amante, amiga, confesora, discípula…, sabiendo que estos también son conceptos filosóficos. Los rasgos reflexivos que atraviesan su correspondencia se alinean con la postura vital de una pensadora que nos ha legado un pensamiento profundamente singular y encarna lo que Spinoza llama intelecto vivo, inseparable de determinada forma de ser, de estar y de reconciliarse con el mundo. La carta presenta una composición literaria en donde, con más libertad que en otros medios, se puede recuperar la simbolé perdida entre razón y vida. Arendt, aficionada a soluciones alternativas y antimetódicas, presta atención a las particularidades de la epístola como género discursivo en el que asoma el reverso de la filosofía sistemática y la capacidad extrema de enunciación.

Leer una carta que no lleva nuestro nombre es siempre una suerte de usurpación. Con las cartas de Arendt ocurre a su vez un desvelamiento al encontrar en ellas la imagen de una mujer muy diferente a la que habitualmente imaginamos al estudiar sus grandes tratados políticos o escuchar sus intervenciones en la esfera pública: esa figura imperturbable, fumando con gesto de cierta superioridad intelectual frente a los acontecimientos. En la desnudez del folio, en cambio, aflora la tristeza, la fragilidad y el temor a la soledad de una mujer que no siente pudor al derrumbarse. Una mujer que, como la describe su familiar Edna Brocke, «irradia una combinación extraña de confianza y vacilación». La carta se transforma en un espejo en donde se manifiesta una vulnerabilidad pocas veces visible en sus escritos teóricos. No es casual que Seyla Benhabib, reconocida estudiosa de su obra, la haya definido como «la pensadora melancólica de la modernidad».

En una carta enviada a Heinrich Blücher desde Estambul el 28 de octubre de 1955, una Arendt ya adulta confiesa la inquietud y el miedo que le produce el encontrarse en un entorno hostil y el consuelo que encuentra en escribir sobre ello:

«Mientras escribo, siento cómo una piedra tras otra van cayendo de mi corazón. Nunca antes había experimentado de forma tan evidente el significado físico de la palabra ‘descargarse’».

Nada puede ocultarse en una carta; su vocación es el despliegue. En arquitecturas invisibles, las cartas permiten el traspaso de información de la forma más natural, casi sin fricción. Lo cotidiano —una receta de cocina de Gertrud Jaspers, los achaques de salud de Heinrich Blücher, el lumbago de Arendt, los zapatos nuevos para Anne Weil-Mendelsohn o las flores del jardín de Elfriede Heidegger— convive con preocupaciones de mayor índole: los amigos comunes desaparecidos, la situación política en la Alemania de posguerra, el macartismo estadounidense, la bomba atómica o el conflicto en Oriente Próximo tras la creación del Estado de Israel. En el centro mismo de la carta laten las reflexiones críticas, benévolas o ácidas, sobre la propia obra y la ajena. En algunas correspondencias, como la de Heidegger, se multiplica el material suplementario en forma de fotografías, poemas e incluso ramas secas. El examen de los manuscritos arendtianos conservados en la Librería del Congreso de Washington atestigua este trabajo poiético en donde el pensamiento y el acto de llevarlo a su forma plástica se superponen. La carta tal vez sea el soporte más fiel de esa reificación del pensamiento que Arendt tematiza en La condición humana.

Las cartas escritas en alemán resultan de especial interés al percibirse en ellas la relación entrañable y profunda que Arendt mantiene con su lengua materna. En ellas, escribir se vuelve un modo de volver a casa y de habitar un refugio lingüístico. Las cartas se convierten en una matria provisional, un territorio afectivo y verbal desde el cual resistir el desarraigo.

Dentro de este corpus germánico se encuentra la correspondencia intercambiada con los maestros, Martin Heidegger y Karl Jaspers. En un estudio comparativo entre ambas se advierte una tensión que enfrenta entre sí los dos extremos de la figura del educador: la primacía del insuperable pensamiento filosófico de Heidegger frente a la simbiosis completiva de la humanidad y del intelecto de Karl Jaspers, exiliado en la ciudad suiza de Basilea, y en donde Arendt encuentra el único resquicio de lo que pudiera llamarse un «hogar» en Europa. Surge de ahí la pregunta irresoluble: ¿Friburgo o Basilea? Las numerosas visitas de Arendt al matrimonio Jaspers dan buena cuenta de la predilección por aquel remanso de paz en el que se mezcla la disquisición académica con lo personal, incluso con lo más íntimo. En efecto, como afirma la pensadora alemana Ingeborg Gleichauf, la lectura de la correspondencia Arendt-Jaspers despierta la sospecha de que, en realidad, se trata de un libro escrito por dos amigos que quisieron dejar testimonio de una relación basada en el respeto y en la admiración que fueron gestándose en tiempos poco auspiciadores para la filantropía. En una carta de 1964, Jaspers, en la humildad más sincera, afirma que la garantía de que su magisterio ha servido de algo en el mundo se basa en el hecho de que ella exista, no como alumna ni discípula, sino como libre pensadora. Este gesto apreciativo de poder considerar que Arendt, en ciertos aspectos, lo ha superado, no está en ninguna carta conservada de Heidegger.

La primera vez que relaciona «mal» y «banal»

En las cartas intercambiadas con Jaspers se revela, quizá como en ningún otro lugar, la relevancia del corpus epistolar de Arendt, que no debería ser considerado un género menor. Al contrario, en ellas se ensaya un ejercicio deliberativo, tan apreciado por la politóloga, mediante el cual dos personas se disponen a construir el mundo con una palabra convertida en acción. El diálogo que se entabla en la correspondencia Arendt-Jaspers libera claves de comprensión fundamentales para seguir el rastro del pensamiento de ambos. Como señala Virginia Woolf, toda carta es el preámbulo de un ensayo, a veces incluso su prólogo. En la correspondencia mantenida con el maestro se comprueba que, sin ese intercambio tan fecundo y persistente, la obra de Arendt habría seguido un rumbo muy distinto. Junto a recomendaciones apasionadas, críticas sin tapujos, aunque bienintencionadas, e intercambio fluido de información, se lleva a cabo un verdadero proceso deliberativo en el que las dos partes se ponen a pensar conjuntamente. Así ocurre en el caso de la cuestión filosófica sobre el mal que planea en varias de las cartas, incubando las primeras discusiones que, con posterioridad, darán a luz algunas de las cuestiones imprescindibles en el planteamiento político sobre la banalidad del mal. Ya en una carta fechada en 1946, Jaspers utiliza, por primera vez, la denominación de banal para hablar del mal. En otra carta de 1956, Jaspers introduce una de las imágenes esenciales que fundamentan el imaginario de la obra de Arendt. A propósito de una lectura crítica de Los orígenes del totalitarismo, el maestro insiste en la necesidad de que quien desee abordar seriamente la cuestión política comience por realizar un diagnóstico del mal instaurado por los regímenes totalitarios, atendiendo a su sintomatología, como si se tratara de una micosis, es decir, una enfermedad que se propaga sin límites y lo devora todo a su paso. La imagen del hongo, tan grotesca como inquietante, proviene de una definición de enfermedad formulada por Friedrich Schelling para describir lo que es ilimitado, pero no infinito. En una carta posterior, Arendt manifestará su entusiasmo y elogiará el poder plástico de esta metáfora, que incorporará a su repertorio político. La retoma en la carta dirigida a Gershom Scholem, donde explica las razones de su tránsito deliberado del concepto de «mal radical» al de «mal banal».

Otra correspondencia imprescindible es la sostenida entre la pensadora judía y su segundo marido, Heinrich Blücher. No solo se incluyen las típicas misivas de amantes y cónyuges en donde él recibe a menudo el sobrenombre de «mis cuatro paredes», incidiendo en el lugar en el mundo que se hace amable, ergo habitable, sino también los mensajes de dos interlocutores que piensan juntos la realidad que los rodea. En ellas, se resalta la importancia intelectual de Blücher, cuya figura ha permanecido a menudo en las sombras, pero que es esencial para comprender el giro político de Arendt, como ella reconoce en la primera versión americana de Los orígenes del totalitarismo, dedicada a su marido bajo esta rúbrica:

«Este libro difícilmente podría haber sido escrito sin la filosofía política no publicada de quien figura en la dedicatoria».

Blücher, quien participó en el levantamiento espartaquista de Berlín en 1919, fue miembro del Partido Comunista y era considerado por sus amigos como un «anarquista sin esperanza», se convierte en un interlocutor excepcional para introducir a Arendt en los escritos de Lenin, Marx, Engels y Stalin. Los textos de Blücher de la década de los cuarenta, escritos poco después de su llegada a Estados Unidos, aunque publicados de forma póstuma, reflejan una preocupación por los mismos temas que Arendt abordaría en sus primeros trabajos, alcanzando conclusiones, en ocasiones, muy semejantes. El cobijo ético de «las cuatro paredes» de Blücher se hace imprescindible tras la publicación del libro sobre el proceso de Adolf Eichmann. En la primavera de 1961, desde el hotel-pension Reich de Jerusalén, o desde Tel Aviv, se suceden cartas informando del desarrollo del juicio. Las primeras impresiones que Arendt manda a Blücher son los pespuntes de las tesis que aparecerán en Eichmann en Jerusalén.

Cartas con huella indeleble

Con el cuidado al detalle del coleccionista han de inspeccionarse las cartas intercambiadas entre Arendt y Walter Benjamin. Aun siendo escasas y, en cierto sentido, las menos personales, reflejan una amistad que no tuvo tiempo de desarrollarse en una Europa enloquecida que no supo de treguas bienaventuradas. Urgentes, apresuradas, las cartas atestiguan la permanencia de una huella indeleble, no solo en la obra de Arendt, también en los esfuerzos futuros de esta por reivindicar y restaurar el legado de Benjamin tras la misteriosa muerte del amigo en la habitación de la Fonda de Francia de Portbou. A pesar de la brevedad de esta correspondencia, sobreviven algunas alusiones literarias, cartas ocasionales, felicitaciones de cumpleaños y postales de vacaciones, como aquella en la que Benjamin le confiesa a Arendt su deseo de volver a jugar con ella una de esas interminables partidas de ajedrez: «Mis caballos relinchan ya de impaciencia por morderse con los suyos». En las cartas intercambiadas durante el internamiento en los campos franceses para judíos bajo el Régimen de Vichy —Benjamin estuvo en Nevers tres meses en el otoño de 1939, mientras que Arendt estuvo en Gurs en junio de 1940—, se mencionan los escasos libros que resultan esenciales para mantener la esperanza de que, algún día, el mundo recobrará la cordura. Estas cartas, redacciones de bibliófilos, están escritas en francés, la lengua del opresor, para evitar levantar sospechas en una lengua, el alemán, que, aunque materna, comparte el sabor amargo de la iniquidad.

Mención especial debiera dedicarse al estudio de la correspondencia de Arendt con múltiples amigas, rescatando esos gestos de sororidad que nos revelan a una pensadora que, si bien no se interesó por la teoría feminista de su época, sí participó activamente en la causa que la unía a sus amigas más cercanas con las que compartió la condición de ser mujer. Las cartas intercambiadas con Hilde Fränkel, Anna Weil-Mendelsohn, Charlotte Beradt y Rose Feitelson son el testimonio de una reciprocidad de quienes saben que se encuentran en el mismo lado de un discurso; conversaciones entre confidentes que se lo cuentan todo: desamores, temores, alegrías…, y lo hacen con un tono desenvuelto, pleno de humor, complicidad y cierto sarcasmo. Los hombres, esa «pesada maleta sin importancia» que todas arrastran, cada una a su manera, y sin la cual, en opinión de Arendt, la mayoría de mujeres no podría vivir, es otro de los temas recurrentes. Y así Arendt habla de su último flirteo en el vagón restaurante del tren de París a Wiesbaden y de su enojo por el retraso de cuatro semanas de la carta de Blücher. En las cartas con las amigas, ella se coloca esa máscara que encaja con el calificativo de «genio de la amistad» que Hans Jonas quiso adjudicarle.

Críticas y enjuiciamientos

No debieran pasarse por alto, por resultar esenciales para la comprensión de la personalidad provocadora de la pensadora, las cartas en las que se rompe con el tono amistoso para incidir en la crítica y en el enjuiciamiento. Conocida es la carta firmada por Gerschom Scholem el 23 de junio de 1963, en donde se reprueba la falta de ahavath Israel, amor al pueblo judío, y de Herzentakt, delicadeza amorosa que muestra Arendt a la hora de reflexionar sobre el Holocausto. En su apología, ella se defiende ante las acusaciones con un distanciamiento reflexivo muy desigual al apasionamiento esgrimido por el emisario de la carta:

«Tiene toda la razón al afirmar que no siento ese tipo de ‘amor’ y es así por dos razones: primero, porque nunca en mi vida he amado a ningún pueblo o colectivo, ni al alemán, ni al francés ni al americano, ni siquiera a la clase obrera ni a nada por el estilo. Solo amo a mis amigos y soy incapaz de sentir cualquier otro tipo de amor. El segundo argumento es que ese amor a los judíos, puesto que yo misma soy judía, me resultaría sospechoso».

En esta ocasión, como en muchas otras, Arendt saca en claro que la razón real de la incomprensión que generan sus tesis tiene como origen el hecho irritante para muchos de que ella se atreva a hablar en nombre propio, asumiendo la responsabilidad de sus palabras, sin tener que buscar el respaldo de una organización, partido político, religión o convicción. El impulso del pensar autónomo, el Selbstdenken defendido por Schelling, es lo que ninguno de sus objetores logra perdonarle y la chispa que recorre las cartas de Arendt, escritas como antídotos radicales contra la comodidad del pensamiento domesticado y superfluo.

En La vida del espíritu, el acto de pensar se concibe como un diálogo silencioso del yo consigo mismo: «Soledad significa que, aun estando solo, estoy con alguien (es decir, conmigo)». A la luz de una lectura atenta de la correspondencia arendtiana, resulta evidente que las cartas fueron mucho más que un medio de comunicación: constituyeron un espacio íntimo en donde la soledad se convirtió en lugar de encuentro, en un territorio compartido con los otros en la búsqueda conjunta de la verdad. «La verdad solo se encuentra entre dos»; esta es la premisa de Nietzsche que Arendt hace suya eligiendo interlocutores capaces de ascender, sin vértigo, hasta la cima de su pensamiento. Allí, entre líneas, se despliega el ejercicio más honesto y riguroso del pensamiento libre de Hannah Arendt, una de las pensadoras más influyentes de la modernidad.

Portada de ‘Hannah Arendt. Cartas del recuerdo para los amigos’. (Herder Editorial)

AQ / MCB

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