Hay que joderse

Café Madrid

Crónica de una jornada de vacunación en Madrid, cuyo protagonista deambula entre filas de gente, fanáticos de Raffaella Carrà y el espíritu de García Lorca.

Filas para vacunación en España. (Foto: Marta Pérez | EFE)
Víctor Núñez Jaime
Madrid /

Ni yo era un toro ni ella una banderillera, ni estábamos en el ruedo de la Plaza de las Ventas, pero la enfermera me susurró un pendenciero “relájate” y enseguida clavó con fuerza la aguja en mi hombro. “Listo”, me dijo guiñándome un ojo, y la dosis del señor Pfizer ya estaba en mi organismo. Luego me entregó mi correspondiente certificado de vacunación y me mandó a una sala de espera. “Quince minutos, cariño, por si tienes alguna reacción. Y si no, a casa. Tranquilamente, ¿vale?” La mujer era andaluza, claro, por eso tanta cortesía. A mí ni se me pasó por la mente que me tomaran una foto, como hacen los narcisos posmodernos, y obedecí la indicación enfermeril.

Me había ido al Vacunódromo después del teatro (sí, hay quien al salir de una función se va a tomar una cerveza y hay quienes nos vamos a vacunar. Es la pandemia, muchachos. Y en esta Villa y Corte, por fortuna, ya vacunan las 24 horas de los siete días de la semana, porque el camino hacia la inmunidad es largo y, después de una ristra de críticas por la lentitud en la inoculación, el gobierno ha decidido redoblar esfuerzos para quedar bien con el populacho y asegurarse así un buen puñado de votos para las próximas elecciones. Ya saben: es lo que de verdad les importa). Por cierto, vi La pasión de Yerma, una nueva versión de la obra de Federico García Lorca, “con abundante deseo y moralidad, maternidad y muerte, feminismo y libertad”, tal y como prometía el programa de mano.

Sabrá Dios qué habría opinado el poeta granadino fusilado (cuyos restos, ejem, siguen sin aparecer) al ver cómo remasterizan (“contemporizan”, dicen los que saben) sus obras, pero pienso que al pobre hombre le habría dado el patatús. Él, como todos los dramaturgos (y los creadores en general) dejan a través de su arte, entre otras cosas, testimonio del tiempo que les tocó vivir. Y el también autor de Poeta en Nueva York no se enteró del empoderamiento de la mujer, simplemente porque no lo vio. Y mucho menos en la España rural, donde se desarrolla la historia de Yerma. Aunque, bueno, pensándolo bien: una mujer que acaba matando a su marido es poseedora de un poderío especial, ¿no creen?

El caso es que ese día, bien apoltronado en mi butaca, me distraje un rato (cumpliendo las medidas de seguridad que, en efecto, impiden que la cultura sea un foco de contagio) y luego me fui caminando sosegadamente a mi cita con la ciencia. El sol ya se había ocultado, pero el calor, ¡ay el calor!, ese no se había aplacado. Iba por la céntrica glorieta de Quevedo, cuando me di cuenta de que en un bar seguían “despidiendo”, varios días después de su muerte (tiene mérito la cosa), a Raffaella Carrà. A ver: en el fondo algo así se comprende porque esta actriz, cantante y presentadora era la italiana más española. Ahí estaba un grupúsculo de insensatos (sin mascarilla, sin distancia de seguridad) vociferando sin pudor “¡para hacer bien el amor hay que venir al sur!” y aquello de “¡explota, expló, explota, explota mi corazón!”, con el correspondiente cabezazo que daba la diva para rematar su pegadizo estribillo. La cifra de contagios sigue siendo obscena pero, oigan, a la gente le da igual.

Se supone que las vacunas van a erradicar la pandemia. Pero quién sabe. Últimamente hay mucha gente vacunada que se ha contagiado. Eso sí: con síntomas leves y sin necesidad de hospitalización. Bueno, de todas formas hay que joderse. La verdad es que a mí me habría gustado vacunarme desde hace mucho, pero aquí uno tiene que esperar a que le toque su franja de edad y, además de esa espera, que nos recuerda que por no vivir en el Primer Mundo hay más obstáculos (¡si es que yo tenía que haber emigrado a Estados Unidos, no aquí!), uno tiene que aburrirse y atormentarse durante un cuarto de hora después del pinchazo.

Me han dicho que en México, por lo menos, les ponen música y hasta se arrancan a bailar. Yo, en cambio, permanecí sentado en una incómoda silla, encomendándome al Altísimo para no tener ninguna reacción y, justo entonces, las alertas noticiosas en el celular empezaron a enturbiar el panorama: “Pfizer plantea que es necesaria una tercera dosis de su vacuna”. Y, como para apuntalar mi paranoia, enviaron un nuevo mensaje al grupo de amigos de WhatsApp: “que sepáis que si os han puesto la de Pfizer, ¡dentro de poco tendréis las tetas como las dos pelotas del MasterCard!”. Hay que joderse.

​AQ

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