Helados | Por Ana García Bergua

Husos y costumbres | Nuestras columnistas

"Curioso que algo tan frío tenga una calidez que reconforte", reflexiona la autora al recordar las agradables memorias de la niñez alrededor de este postre.

"Estábamos hablando de Chiandoni, la antigua heladería de la colonia Nápoles..." (Facebook: Chiandoni)
Ana García Bergua
Ciudad de México /

Estábamos hablando de Chiandoni, la antigua heladería de la colonia Nápoles. Entre la plática sobre los sabores más exquisitos, recordé cuando papá nos llevaba los domingos por la mañana al Café de las Américas. No era exactamente ir a Chapultepec, pero se sentía un júbilo especial cuando se acercaban sus amigos a conversar. Para que no nos aburriéramos, papá nos invitaba helados: la sesentera nieve de limón con Coca-Cola o el helado de chocolate, que no era especialmente bueno, pero tampoco malo, y cómo lo disfrutaba con sus dos galletas wafer de rombos. Me entretenía escuchar con una oreja conversaciones sobre cine, política y hasta mujeres, mientras el helado de chocolate preservaba la infancia y por Insurgentes pasaba un desfile de tranvías, autos coloridos y gente de todo tipo.

Algo hay con la infancia y los helados; escoger el sabor, por ejemplo, una labor minuciosa y concentrada, casi como conocerse a sí mismo. Curioso que algo tan frío tenga una calidez que reconforte, aunque supongo que ahí interviene la forma, pues el helado se encuentra entre las cosas redondas que ilusionan a los niños: la paleta, la pelota, el sol, el globo. Son, quizá, el seno prolongado.

El helado da pie a numerosos clichés porque se derrite como las ilusiones, también como ellas tiene aire y cuando a un niño se le cae el helado es una verdadera tragedia, algo así como la vida y la muerte, una muerte colorida y pegajosa. Su frío cauterizaba las operaciones de anginas y la lengua sensual quedaba congelada, aunque feliz.

En México discutimos sobre helados: hay a quien las nieves le parecen una frivolidad frente a la untuosidad majestuosa del helado de crema; a otros el helado de crema les parece una solemnidad indigesta frente a la ligereza de la frutales nieves, y es que siempre ponemos el Popocatépetl por delante. El Popocatépetl que parece un gran helado con su corona blanca de raspado. ¿Y quién bautizaría aquella especie de trajinera platanar con ese nombre como de película mexicana, Tres Marías?

Amo el helado de vainilla con el espresso de Chiandoni. Mientras hablábamos de la heladería, salió a colación que Eduardo Deniz acudía ahí a probar un sabor distinto cada semana. De escritores y comida se habla poco, quizá: ¿sería que la química de los helados se metamorfoseaba en los versos del poeta? Pero mi sabor preferido, lo digo luego de un profundo examen de conciencia, es el de frutos rojos o frutillas. Claro que ese helado es el que el padre le da al niño en De cómo me hice monja, la primera novela de César Aira. El famoso helado de frutilla desencadena una serie de catástrofes, al estilo del genial argentino, así que habrá que tomarlo con precauciones. El helado no siempre es tan alegre como lo pintan.

​AQ

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