Este lector había tenido una escasa instrucción formal, pero era un consumidor compulsivo de libros y un ávido autodidacta que aspiraba a alcanzar las más ambiciosas síntesis del conocimiento. Su biblioteca era ecléctica: Shakespeare y Cervantes, sus favoritos literarios, se codeaban con una descomunal bibliografía militar, libros de historia, biografías de personajes famosos, novelas policiacas y juveniles, compendios de arquitectura, clásicos de la literatura y la filosofía alemana, libros de divulgación científica, numerosos volúmenes de eugenesia, libelos antisemitas, manuales de cocina vegetariana y obras de espiritismo, astrología y ocultismo. Muchos de estos libros tenían anotaciones y subrayados y mostraban que este lector, reputado como misántropo, escuchaba con un poco más de paciencia el consejo de los libros que el de los humanos. De hecho, mucho de su lenguaje cotidiano, o de su inflamada oratoria, parecían recargados de refranes y citas pedantes.
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Pese a su fiebre lectora, este personaje rara vez leía por placer, su lectura era profundamente utilitaria: saqueaba las obras de frases célebres, ponía datos y argumentos fuera de contexto, necesitaba que, más allá de lo que dijera el original, su doctrina preconcebida se llenara de referencias a modo y adquiriera el prestigio y la autoridad de los libros. Su ambición de entender y vincular saberes era ilimitada: mostraba gran interés por las fuerzas de la historia, pero también por las fuerzas y la inspiración sobrenatural que inciden en los asuntos de los hombres. Como ciertos lectores desaforados, leía los libros de manera demasiado literal, se identificaba fantasiosamente con personajes reales e imaginarios y aspiraba a convertir su vida en un hito histórico de dimensiones épicas, a fijar su propio nombre de manera indeleble en la imprenta de la historia.
Este lector era Adolfo Hitler y en su excepcional pesquisa Los libros del gran dictador (Destino, 2010) el historiador Timothy W. Ryback ofrece un esbozo de su biblioteca, de sus hábitos de lectura y de los títulos que fueron más significativos para alimentar su racismo, su megalomanía y su delirio de poder. Ryback sigue al Hitler lector desde que el joven cabo compra un libro sobre la arquitectura de Berlín que modula su ulterior imaginación urbana como dictador hasta la adquisición de ominosos clásicos del segregacionismo como La muerte de la gran raza de Madison Grant pasando por baratijas esotéricas donde encuentra mucha de su parafernalia nazi. Ryback se ocupa también del escritor de los volúmenes de Mi lucha y sus postergadas continuaciones o de la memoria sobre la Primera Guerra Mundial que, inspirado en la visión de la batalla como epifanía de Ernst Jünger, el joven Hitler intentó escribir. Ryback muestra a un lector perturbado que, como el Quijote, no sabe distinguir la ficción de la realidad, pero cuyos extravíos lectores, a diferencia de los del inofensivo loco, dejan una estela de terror, dolor y muerte.
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