Imelda | Un relato de Bruce Swans

Ficción

“Soy su padre, pero también soy Imelda”. Algún día un nieto suyo diría que su abuelo fue también su abuela.

“Soy su padre, pero también soy Imelda”. (Generada con DALL E)
Bruce Swansey
Ciudad de México /

Las cosas ocurrieron antes. Cuando lo sabemos hace mucho que suceden. En nuestro caso todo comenzó cuando al vernos hicieron gestos.

Unos cabrones. Todos. ¿Cuántos años vinieron a casa? ¿Cuántas vacaciones en Acapulco?

Ahora resulta que nos ignoran. Apestados. En la escuela nos evitan como si oliéramos mal. Vi cómo sus amigas le dieron la espalda a Susana. Después de eso decidí no saludar. Prefiero ser el raro al rastrero. A nadie le importa realmente cómo se encuentran los demás. Con razón, pensándose sola en la cocina Concha decía: “la gente apesta más que el pescado”. Ayer hablábamos y nos empujábamos riendo. ¿Qué hicimos de ayer a hoy?

Incluso las maestras nos miran con recelo poco cristiano, como si nos hubieran sorprendido en el acto de sembrar una bomba. Otras inclinan la cabeza, un gesto que no está contaminado por las palabras así que es difícil trasladar verbalmente la emoción. No sé si era indiferente ante lo que había ocurrido o lo que me sorprendía era lo que pasó después. Entre la indiferencia y la consecuencia hay una frontera que se cruza fácilmente.

Con papá esas cosas, las que fueran, habían estado activas y eso lo hacía muy querido, entendía y explicaba, era juguetón, amoroso y al final valiente, pero cuando lo supe me convencí de que debía odiarlo. Su desaparición reveló lo esmeradamente insospechado. Mi padre se volvió otra.

La casa tenía dos puertas, una al fondo del jardín que daba a un callejón entre bardas que a la derecha desembocaba en la calle central, pavimentada e iluminada. Cuando deseaba evitar gente, papá atravesaba el jardín.

Una noche salté de la cama y me aposté bajo el castaño para sorprenderlo. No pude hacerlo porque quien atravesó el jardín era una mujer muy alta y delgada, elegante como marioneta de palo. Bajo la luna tenía cara de plata y la cabellera le cubría la nuca. La noche cuando descubrí a papá de vestida olía a jazmín. Cruzó el jardín sigilosamente y despareció en la oscuridad. Sortilegio, era el perfume. Solo atreverse a cruzar esa puerta era un acto heroico.

Papá empezó a ausentarse algunos fines de semana que cuando la gente nacía y moría en el mismo lugar era algo raro de hacer y sobre todo dejando a la esposa detrás. Eso fue lo que nos dijeron a Susana y a mí. Que lo suyo era puro teatro.

‘Peor que si fueran hijos de divorciados’, dijo tía Menchu.

Dentro de ese mundo era lo peor, difícil incluso de nombrar así que optaban por evitarlo. Algo oscuro. Era lo indecible. Tabú.

Papá se volvió parte del mundo doméstico. Cocinábamos y bailábamos rumba. Un sábado por la mañana lo espié mientras danzaba ante el espejo del vestidor. Abrazaba un vestido de mamá ajustándoselo al cuerpo y acariciándose.

Lo que siguió fue sencillo. Otro sábado por la mañana mamá nos avisó que papá quería hablar con nosotros. La seguimos ligeramente desconcertados a la sala donde nos esperaba papá en el sillón donde solía leer los periódicos. Se veía cansado. Susana y yo nos sentamos en el sofá al lado de mamá, que por su serenidad debe haber tenido encima por lo menos dos Valium.

“No voy a hacerles perder el tiempo, así que lo mejor es decir la verdad: soy su padre, pero también soy Imelda”.

Lo dijo así. Lo que me asombró fue declararlo sin preámbulo. Llevaba saco de tweed beige y pantalones grises de lana ligera. Era un capítulo más en nuestro viaje familiar y algún día un nieto suyo diría que su abuelo fue también su abuela.

No sé si me jodió más su transformación o ese nombre. ¡Imelda!

Mamá debió saberlo y ahora entiendo su mal humor. Papá estaba aislado, con miedo de volverse loca de la cabeza. De Manuel a Imelda media un montón. Aunque se prepararan mentalmente se fue poniendo peor según avanzaba el proceso paterno hacia Imelda.

“No me digas que no te gustaba”.

Está feliz. Se fumó con mamá un churro.

Mamá despliega sobre la cama las pieles colgadas de los respaldos de un par de sillones.

¿Se separarían? ¿Y papá? Se iría a vivir como Imelda en el mejor de los casos el circo. Papá avanzó y se probó una estola, que le iba exacta. Mamá desplegó los vestidos, el convivio de las telas ligeras y sinuosas con las pieles.

Me asombró la velocidad con que se supo. Bastó una fotografía en el periódico para levantar la picota y cumplir la orden. Una ejecución social. Una manifestación se le atravesó de regreso a casa. Mostraba a Imelda perseguida por la justicia. Nunca volvimos a verlo, pero tengo entendido que se la identificó como espía alemana.

Mamá se ocupó de nuestra educación. Estaba obsesionada porque según ella había sido excluida de una buena educación. Si la hubiese recibido no estaría en la cruzada por el milagro que identifica a tiempo lo mejor de cada uno. Había asistido a un par de universidades y estudiado y conocido colegas interesantes y divertidos, pero ella sentía que la verdadera educación la había esquivado. ¿Qué habría hecho siendo científica o ingeniera o astronauta?

Era la panacea. La educación resolvería todo. Hablaba incesantemente en favor de la educación haciéndola un tema chocante. Quería que soñáramos con los beneficios de la educación y lo que haría por nosotros allá en el horizonte de lo idéntico. “La educación”, decía, “es el camino.” Y se ponía seria, enfatizando las palabras recitándolas. “El ca-mi-no.” Hasta la voz le bajaba. Voz de catacumba.

Nos matriculó en un colegio que ofrecía instrucción religiosa a petición del estudiante. Escoger una religión o ninguna y volverse agnóstico era un derecho. Tener esperanzas infundadas es peor que no tener ninguna. Me gustaría pensar que allí perdimos la inocencia, pero sería exagerado. Tampoco fue un drama sino algo que sucedió día a día. Un drama es cosa de aspavientos, de declaraciones estentóreas y alegadoras, de falsos principios y finales predecibles. Lo que sucede en cambio no tiene nada teatral. Es parte del aire estancado que se respira.

En el colegio la mayoría era católico. Algo que ni se discutía. No podía ser de otra forma. Cosa de familia. Los judíos, por ejemplo, lo son porque vienen de una familia judía. Luego también están los compañeros que pertenecen estacionalmente a una religión como si se tratara de un club o de un equipo. Quizá exista alguien que puede vernos como Susana y Ricardo, no como los pobres a los que el papá “les salió vieja.”

Los moscardones zumbaban alrededor de la miel envenenada compartiendo la historia y añadiéndole detalles sórdidos. Un degenerado asqueroso. Eso dijeron y a lo mejor lo creen hasta la fecha, convencidos de su propia integridad. Además, espía alemana. Un peligro público esa Mata Hari.

Entender su necesidad de ser otra, de encontrar mediante el disfraz su identidad, era extraño pero comprensible. No es que fuera gay, eso es más sencillo. Era una señora. Hasta que desapareció con la justicia detrás, fue un padre maravilloso que fue volviéndose cada vez más una madre. Era una señora propia, recatada y atenta como zorra. Las perlas había que usarlas siempre, porque se alimentan del cuerpo que las aloja. Eso y el lápiz labial eran fundamentales.

El tiempo que pasamos juntos fue cariñosamente desconcertante. Pudimos ver su transición. Al final, antes de desaparecer, necesitaba recordarme que esa señora tan afable era mi padre. No había necesidad de conmociones innecesarias. La mejor manera de transformarse en familia. Nadie sabe si otro día mamá se vuelve luchadora de ring. Cualquier cosa puede suceder. La historia paterna forma parte de nuestras vidas, que son otras. Lo que compartimos es nunca haber vuelto a ver a papá ni a Imelda.

La recuerdo comenzando a despeinarse por la carrera, el rol devorado por el pánico. Y me pregunto si ese habría sido su final. Humillado y torturado por andarse de maricón. Eso pensarían los justicieros. El terror y la violencia van de la mano. El pánico antes de la muerte. ¿Linchado? Susana decidió ignorarlo. Pero la violencia del sacrificio queda.

En alguna vuelta encontraré a Imelda, que no se volvió señora un día intempestivo ni decidió llamarse así de forma caprichosa. Le habrá parecido un buen nombre de batalla. Algo que remplazara a Manuel. Esto y mucho más no es lo mismo que ir al centro comercial y además de manicure pedir cambio de sexo.

Susana estudió Ciencias y trabaja en una compañía de biotecnología o algo así en Berna. En cuanto a mí, estudié arquitectura para crear el laberinto donde perderme.

ÁSS

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