Es una experiencia extraña, dolorosa y absurda visitar las páginas en las redes de la gente fallecida. Día tras día, cada uno de ellos imprimió en esa página fotos e historias que contaban los avatares de su vida; hacia el final, en las intervenciones más recientes, perviven los avisos que otras personas escribieron anunciando su muerte y los mensajes doloridos de amigos y familiares. Algunos se remontan hasta el presente por si el alma existe y los puede ver desde algún lugar, o como una manera de mantener su recuerdo. Es decir que también puede ser reconfortante saber que “ahí” sigue quien ya no está aquí.
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Parece mentira, pero visto desde mi generación, todo esto me sigue pareciendo extraño y me fascina a la vez. Hace poco volví a leer La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares, y me impresionó la similitud de su trama con esta vida de imágenes que se ha convertido en una ramificación de la nuestra. Ya se había dicho, desde luego, e incluso se habla de que fue una novela premonitoria, aunque curiosamente no es de ciencia ficción, pues está más cerca del género fantástico y su fondo es el tema filosófico de la eternidad que tanto a Borges como Bioy inquietaba.
En el origen de las imágenes que pueblan la isla de Morel hay una máquina; la idea proviene, con seguridad, del cine. Con sus proyecciones, Morel apuesta a la búsqueda de esta eternidad y por lo mismo se sacrifica y sacrifica a sus amigos, a quienes graba en una semana de vacaciones, en apariencia feliz. El prófugo que llega a la isla tiempo después se involucrará con las imágenes creadas por Morel como a muchos nos ocurre ahora con las voces y las imágenes en las redes: quizá la carne no se nos pudre como les sucede a ellos, pero buena parte de nuestra vida la dejamos en aquel mundo de videos, fotos y palabras lanzadas al aire, como si realmente habláramos entre muchos que no nos conocemos. Tampoco es para hacer escándalo ni drama: lo mismo ha ocurrido con el arte a lo largo de la historia y viéndolo bien, mucha gente vive más cosas a través de las imágenes que las que pudieron haber experimentado en una vida “concreta”, por llamarle de algún modo a la anterior —suena curioso pero sí, hubo una vida anterior: quizá durante los años a la del siglo diecinueve se le consideró así—. Los que nacimos en el siglo veinte no dejamos de tenerla presente, aunque sintamos la misma fascinación por este presente tan representado: no dejo de pensar que mientras permanezcan encendidas las máquinas (la energía solar las podrá hacer eternas), nuestras imágenes vivirán para siempre, como las de Morel, y seguramente los visitantes prófugos de otros planetas se enamorarán de ellas.
AQ