Isabel Villar, viuda del también pintor Eduardo Sanz, cumplió 87 años el pasado 8 de marzo (Día Internacional de la Mujer) y lleva medio siglo con el pincel en la mano. Su obra está presente en una veintena de museos de España, desde el Reina Sofía hasta la Biblioteca Nacional, y entre sus admiradores se encuentran las escritoras Josefina Aldecoa y Carmen Martín Gaite o el filósofo Fernando Savater, quien dice que las mujeres de Villar “están muy lejos de la insensibilidad, son devastadoramente perceptivas para bien o para mal y permanecen imborrablemente conscientes en su jardín.”
Sus cuadros más recientes pueden verse estos días en la madrileña galería de arte Fernández-Braso. Son paisajes, jardines, animales, familias y mujeres, habitantes de mundos imaginarios, englobados bajo el título Ese otro bosque dentro del bosque. Con sus creaciones como telón de fondo, estampas que cabalgan entre la ingenuidad, la quietud y el humor, Isabel Villar está sentada en un rincón de la galería. Son las seis de la tarde de un día soleado, los visitantes no aparecen (“ya llegarán”) y ella se acicala la melena blanca, se ajusta la mascarilla, guarda la distancia de seguridad y responde las preguntas de Laberinto de manera tan precisa y sencilla como sus trazos.
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—Aquí expone sólo su obra más reciente y apenas cabe. ¿Usted pinta mucho, no?
Estoy pintando mucho. No sé si ha sido la pandemia, pero he cogido carrerilla y estoy disfrutando mucho.
—¿Entonces ésta no será su última exposición?
Eso dicen los de la galería. Es que, hace tres años, hice otra y dije que era la última. Pero ya lo ves: no cumplí. Así que mejor ahora no digo nada. Puede ser la última. O no.
—Lleva más de 70 exposiciones. ¿Cada una de ellas es una ilusión renovada?
Pues sí. Porque aparte de ver tus cuadros colgados, que es cuando se ven bien, también lo haces para que la gente disfrute de ellos. Mira: mucha gente que tiene un cuadro mío, y lleva una vida ajetreada, suele decirme que cuando ve el cuadro se serena. Y eso es algo importante, ¿no?
—Son muy apacibles, sí. ¿También muy modernos, no le parece?
Bueno, lo que siempre he sido es muy independiente. Desde que era estudiante, se hacían grupos de pintores y tal, pero a mí me ha gustado tener mi mundo personal.
—¿Cuándo se dio cuenta de que ya había encontrado su estilo?
La verdad es que siempre he pintado parecido, pero realmente no he sabido cual era mi estilo. Solo pinto lo que me gusta y lo con lo que disfruto mucho. Y a mi edad es una suerte tremenda.
—Cuando usted empezaba estaba de moda la pintura abstracta, ¿por qué eligió otro camino?
Bueno, por oponerme. Simplemente por eso.
—En esa época muchas mujeres firmaban sólo con la inicial y el apellido.
Sí. Yo misma firmaba I. Villar. Es que en aquella época era así. Para que los compradores no se dieran cuenta de que el cuadro estaba hecho por una mujer. Porque o no lo compraban o lo querían pagar más barato. Así era. Al principio, también, había exposiciones colectivas y a mí me tocaba ser la única mujer entre cinco o seis hombres. Y ahí dije: ¡que se sepa que soy mujer! Y empecé a firmar como Isabel Villar.
—Además, usted siempre pinta mujeres.
Es verdad, sí. Hombres casi no.
—¿Por qué?
Pictóricamente, las mujeres me parecen más bonitas. En la Escuela de Bellas Artes estuve cinco años pintando mujeres. O sea: que me las aprendí muy bien. Me gusta la mujer en la selva, con los animales, su convivencia.
Isabel Villar, Niña con hipopótamos y loris (2019)
(Galería Fernández-Braso)
—En sus cuadros no hay erotismo. Sin embargo, le han censurado varios.
¡Cómo era la dictadura, hijo mío! Hice una exposición en los años 70 en la que todo era mujeres desnudas en jardines. Y cuando la televisión me hizo un reportaje muy bonito, me llamaron los técnicos y me dijeron: ‘te habrás dado cuenta que en el reportaje salieron muchos de tus jardines, pero ninguna de tus mujeres, porque nos las han prohibido’. Eran unas pobres mujercitas, nada eróticas, pero ya ves.
—Algunas de sus mujeres tienen alas. ¿Por etéreas o porque así son más libres?
Bueno, yo las llamo ángeles, aunque realmente no son ángeles. Pero bueno.
—¿Y lo de los animales salvajes? ¿Por qué optó por ellos?
Pues sí, mis animales son salvajes, no son domésticos. Tengo la convicción de que los animales, aunque sean salvajes, no son tan malos como los seres humanos que matan a diestra y siniestra. Alguno de esos animales mata para comer, pero tampoco andan matándose entre ellos.
—¿Usted tiene una casa con jardín?
Tengo un pequeño jardín. Un jardín de ciudad.
—¿O sea que sus jardines son inventados?
Totalmente. Yo lo único que copio son los animales, porque no me los sé, y miro fotos y eso. Pero me gusta más imaginar que copiar.
—¿Sus jardines son una especie de paraíso?
Ojala. Realmente son jardines que me van viviendo a la mente. Me basta con que den la sensación de bienestar.
—Usted misma parece una mujer muy serena.
¿Te lo parece? Yo creo que sólo soy una mujer corriente.
—Fernando Savater me ha contado maravillas de usted y de sus cuadros.
Bueno, él ha escrito mucho sobre mi obra, sí. Pero en eso he sido un poco tramposa: siempre he procurado que quien escriba sobre mí fuese gente a la que yo sabía que le gustaba mi obra. Gente amiga.
—También ha tenido su lado pop. Ha diseñado portadas de discos, como Caminemos de María Dolores Pradera, y carteles de películas, como el de Mientras el cuerpo aguante de Fernando Trueba.
Bueno, he conocido a gente de ese mundillo. Y me gustaba. Porque más que carteles, por ejemplo el que me encargó Trueba, era más bien un retrato. Algo fácil. Y lo de María Dolores Pradera, pues también era un retrato de ella. Así que no me costó trabajo.
Isabel Villar, Tigre bebiendo (2020)
(Galería Fernández-Braso)
—Me da la sensación de que sus cuadros están hechos con una mirada inocente.
Más que inocente, o infantil, que también me lo han dicho, tengo una mirada compasiva ante este mundo.
—Usted antes que pintora fue una gran dibujante. Incluso dice que casi nació con un lápiz en la mano.
Es que desde pequeña me encantaba. Mi padre era ingeniero y dibujaba muy bien. Otro de mis tíos también. Y creo que un bisabuelo mío, que era arquitecto vasco e hizo medio Valladolid, también dibujaba muy bien. Pero yo era la dibujante oficial de mi colegio, eh. Y eso me vino genial porque odiaba las matemáticas. Y cuando llegaba el mes de mayo me encargaban dibujar vírgenes estilizadas para llenar toda la escuela y, gracias a eso, no me exigían tanto en la clase de los números.
—¿Siempre había querido dedicarse a esto?
Siempre. Para preparar el examen de ingreso a la Escuela de Bellas Artes me apunté a una Academia y así aprobé a la primera. Y no es un examen fácil, eh. Mujeres éramos unas 10 o así. Y de todas, sólo yo continúo en esto. Y no creas que yo era la mejor. Había una prima de Carmen Martin Gaite, la escritora, que tenía mucho talento pero se casó con un médico y se fue a Galicia y se dedicó a la enseñanza. Casi todas se dedicaban a eso. Pero yo lo tuve claro siempre: quería ser pintora y nada más.
—Dicen que en su primera exposición vendió todos sus cuadros.
Sí. Pero porque fue en mi pueblo. Y estaban baratos. Así que…
—Además de tener fama de pintar mucho, es conocida por pintar muy rápido.
Sí. Siempre he sido rápida. Y como casi no me gusta salir, pues... Porque tengo colegas que van a muchas fiestas y aparcan el pincel y eso no, no. Yo pinto todos los días. Todos.
—Lo contrario a Antonio López, que tardó 20 años en pintar el dichoso cuadro de la Familia Real, je je.
Sí. Pero es que él hace cuadros importantes.
—¿Valora más lo de los otros?
Claro. Siempre.
—¿Con los años se pinta mejor?
Bueno, ahora me canso un poco. Paso toda la mañana pintando y ya por la tarde… mejor no. Pero sí, con el paso del tiempo me he dado cuenta de que uno mejora en lo que hace.
—Oiga, me han contado que no se lleva bien con los electrodomésticos.
Pues sí. Eso no es lo mío. ¡A mí dame pinceles y lienzos! Porque me cuesta entender el microondas o cuando me cambian la lavadora, ay, ¡qué martirio acostumbrarme!
Isabel Villar, Luz de luna (2020)
(Galería Fernández-Braso)
AQ