Sin importar que su última obra de ficción fuera publicada en 1983, dos años antes de su muerte, Italo Calvino continúa siendo un extraño cuerpo estelar que no sin perplejidad alza la vista hacia el cielo como si ya se sintiera cómodo en el planeta Tierra. No pertenece a otro universo literario que no sea el suyo, escapa a cualquier catalogación colectiva, y, aunque sabe reconocerse en los libros de los otros, permanece como un solitario en medio de una multitud festiva, igual que muchos de sus personajes.
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Son varias las señas de su singularidad. A propósito de El barón rampante, y de la observación del mundo en apariencia conocido desde las ramas de los árboles, Michel Tournier habló de una estética que se impone la tarea de nunca “tocar suelo”. Podemos advertir esta ambición en los libros compuestos por piezas que duran unos minutos (Las ciudades invisibles) o se maravillan frente a la calidad residual de la vida —un diario de “largas erosiones”; a fin de cuentas, de todo empeño o memoria volátil—, como en Colección de arena, o que intentan responder a la naturaleza combinatoria del azar, que tomaría la forma de un texto-rompecabezas inevitablemente incompleto pues se recompone hasta el infinito, como en El castillo de los destinos cruzados.
Podemos identificar otra de sus señas imborrables: no se trata de huir de la realidad sino de concebirla a partir de una serie de posibilidades apenas esbozadas por la tradición literaria y la especulación científica. Las ciudades invisibles es el libro que Marco Polo habría escrito de no haber sido la fabulación de un modesto comerciante. Las cosmicómicas es el libro escrito por algún ser de otra galaxia que hace millones de años luz nos descubrió dirigiendo un telescopio hacia él después de ver cómo se formaron el Universo, nuestro Sistema Solar y los primeros seres vivos.
También es el buscador de trazos y veladuras que triunfan sobre el caos. “La aventura de un esquiador” (Los amores difíciles) induce a sospechar que en un solo relato cabría una biblioteca. Como en El barón rampante, disfrutamos de una perspectiva en picada, ya no desde las ramas de los árboles sino de la cima de una montaña. El protagonista, “el muchacho de las gafas verdes”, debe resignarse a la certeza de que la “chica de la capucha celeste-cielo” está muy lejos de su alcance. Tropieza, cae, se hunde en la nieve y manotea hasta que logra ponerse de pie solo para contemplar, y saberse insignificante, la figura armoniosa y dolorosamente esquiva de esa muchacha imprimiendo el único rastro “justo y límpido y leve y necesario” sobre la nieve entre los mil garabatos dispersos a su alrededor.
Aun en su insólita novela Si una noche de invierno un viajero…, una de cuyas facetas explora el modelo comercialmente probado del thriller y la conjura empresarial, Italo Calvino volvió a poner el cielo bajo sus pies. Planteó diez inicios de novela, diez homenajes a otros tantos escritores, para ofrecer las dos caras del sentido último de las peripecias de sus protagonistas —es decir, sus lectores, todos nosotros—: “la continuidad de la vida, la inevitabilidad de la muerte”. ¿Podríamos esperar un mejor alumbramiento antes de ya no tocar suelo?
AQ