Imagino la desilusión de aquel veterano cuando vio la adaptación de su cuento “El tío Wiggily en Connecticut” con el título de Mi loco corazón, dirigida por Mark Robson y producida por Samuel Goldwyn, un éxito mediocre de taquilla aunque el tema musical alcanzó a convertirse en hit de la época: escrita por Victor Young, con letra de Ned Washington e interpretada por Martha Mears, la canción sonó un buen tiempo en la radio e impulsó la cinta que poco o casi nada tiene que ver con el cuento de J. D. Salinger, pues Julius J. Epstein y Philip G. Epstein, los encargados del guion, se ocuparon de escarbar la desventurada historia de los malos entendidos, las disputas vanas y la melancolía de la vida adulta para crear el melodrama de un romance roto por el destino.
Imagino a ese veterano que era Jerome David, un hombre que nació el 1 de enero de 1919 en Nueva York, que se enroló en la gran guerra contra el Reich y desembarcó el Día D en la Playa Utah para vivir la violencia y el peligro en carne viva; bueno, eso es un decir, porque más terrible que la experiencia del Día D fue la batalla del bosque de Hürtgen, la floresta infausta y fantasmal que inspiraba horrores primigenios y donde murieron miles de reclutas de ambos bandos, al salir del cine. Tal vez el veterano estaba tan molesto, tan sobrecogido, que incluso extrañó el campo de batalla o estoy exagerando: lo que echaba de menos eran las conversaciones con Papa Hemingway en su covacha del cuartel, largas y afectuosas charlas en las que Hemingway le daba consejos narrativos, terapias de creación o simplemente le recomendaba libros porque la amistad entre los dos monstruos de la literatura estadunidense fue estrecha en aquellos años pero con el tiempo se rompió irremisiblemente: después de admirador de Hemingway, J. D. se volvió el más feroz de sus detractores. Pero decíamos que quizás aquella tarde, el veterano caminaba ofuscado, rabioso, asqueado, y no era para menos. Sus amigos iban a burlarse con saña del bodrio que produjo Goldwyn, su prestigio prematuro (pero prestigio al fin) se iba a ir por el caño del anecdotario popular, ya nadie iba a tomarlo en serio y tomó una decisión. No más adaptaciones. Jamás volvería a aceptar las propuestas, por ventajosas que parecieran, de Hollywood ni de otro mercader del trabajo ajeno. Nunca una puesta en escena de sus textos, que la gente se las arregle para imaginar a sus personajes, para recrear las calles o inventar cada sonido.
Entonces tuvo su revancha. Su única novela, El guardián entre el centeno, de la que ya se había publicado una primera versión en 1945 en la revista Collier’s bajo el título “I’m Crazy”, cuento protagonizado por Holden Caulfield, se volvió un fenómeno de ventas, de crítica y lectores, y todo la ralea de Broadway y el mundillo de Hollywood se lanzó tras J. D. para adquirir los derechos de adaptación pero firme, tranquilo y sin aspavientos, rehusó ofertas hasta el día de su muerte, el 27 de enero de 2010. Uno de los rechazados fue el director de Un tranvía llamado Deseo y Esplendor en la hierba.
El realizador norteamericano de origen griego llegó a la casa de J. D. y tocó el timbre.
—Señor Salinger, soy Elia Kazan.
—Qué bien —dijo Salinger.
Y cerró la puerta.
Imagino que cuando volvió a quedarse solo, J. D. se sintió más Holden que nunca.