Jardines | Por Ana García Bergua

Husos y costumbres | Nuestras columnistas

Recuerdo mi infancia en el barrio de la Condesa, encargada de echar aguas porque mamá se estaba robando un trozo de planta de alguna casa para reproducirla en sus macetas.

"Ahí cultiva muchas clases de flores y frutos: limas, aguacates, guayabas, rosas, guajes, calabazas...". (Foto: Smrithi Rao | Unsplash)
Ana García Bergua
Ciudad de México /

Doña Rosa me muestra su huerto. Aquí me pierdo horas y horas, me dice. En medio del vasto campo xalapeño, no es un espacio demasiado grande atrás de su casita, y sin embargo ahí cultiva muchas clases de flores y frutos —limas, aguacates, guayabas, rosas, guajes, calabazas— que nos convida con generosidad. Y nos presenta también a sus dos gatos blancos, uno de ojos azules; el otro, amarillos, amarraditos porque no quiere que los niños los toquen a la hora de comer. Llevamos varios años ya de conocernos, pero esta vez siento que me está mostrando su faceta más personal y auténtica, este gozo por perderse entre las hojas de los limones y las mandarinas, sembrar las semillas en botellones de agua cortados a la mitad muy ecológicamente, el orgullo de que retoñen. El pequeño jardín es su laboratorio, el lienzo donde se expresa y vive; de alguna manera estos tallos y estas hojas son su escritura.

Siento mucha alegría después de la visita y me pregunto si alguna vez seré capaz de sembrar algo en nuestro terrenito cercano al suyo en el que de momento sólo vive una jacaranda: las seis o siete macetas que alegran nuestro departamento citadino más bien sufren mis cuidados, obtenidos mediante consultas contradictorias y confusas al wikiHow. Y no debería ser así: mi madre provenía del campo y tenía manos mágicas para las plantas, lo que sembraba crecía prodigiosamente. Me recuerdo incluso acompañándola en la infancia por nuestro barrio de la Condesa, encargada de echar aguas porque mamá se estaba robando un trozo de planta de alguna casa para reproducirla en sus macetas. Era, por decirlo así, su piratería, y gracias a ella teníamos un balcón variado, aunque los claveles y, en sus últimos años, las violetas africanas, eran sus flores preferidas. Una vez vimos un capítulo de La dimensión desconocida en el que una mujer sembraba uno de sus dedos antes de morir y, por supuesto, cuando la asesinaban resurgía de la tierra cubierta de una sustancia verde (quizá Brian de Palma tomó esa escena para el final aterrador de Carrie). A mamá, por supuesto, le encantó. Una historia así se ligaba con las manos mágicas a las que la tierra concede cualquier fruto que deseen.

Pero yo, decía, nací sin esos dones que se atribuyen tanto a la mujer; tampoco el de la cocina se me da especialmente: mi papel en la cadena alimenticia se limita al de admiradora extasiada y comensal, soy parte de la fauna que no sobrevive a los cataclismos. Sólo puedo decir que la relación entre las mujeres y las plantas no siempre es buena, cosa de recordar los años que perdió la Bella Durmiente, o a la pobre hija del doctor Rapaccini en el relato de Hawthorne: aquello no acabó bien.

AQ

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