Un amigo cuenta con alivio que en Japón es muy poca la gente que usa jeans. No sé por qué me quedo imantada a esta idea y hasta considero mis jeans con cierta desconfianza. Es curioso cómo a casi setenta años de que se haya generalizado su uso, sigan siendo vestimenta no sólo juvenil. Veo en las tiendas cómo cada vez se venden más rotos, desgarrados con un arte que ya no entiendo, para mostrar tal o cual parte de la lozana pierna —en realidad se usan así desde hace más de diez años—, y me viene a la mente una expresión de mi madre: zaparrastroso. Andan todos zaparrastrosos, decía, aludiendo al vestir descuidado, descosido y roto. Me daba ternura cuando lo decía y seguro yo ahora le doy ternura a alguien. Ella jamás se hubiera puesto unos jeans y yo sigo sintiendo que esos pantalones pueden ser no sólo juveniles sino elegantísimos, según con qué se los lleve, culpa de la generación a la que pertenezco y su afán por andar natural, hasta rebelde. Mis hijas, ellas sí jóvenes, me han señalado por épocas lo incómodos que les parecen, lo apretados y absurdos. Pero una sigue terca, sintiéndose Jane Fonda de la tercera edad y ni de lejos parecida, no vaya ser que haya que correr o saltar en jeans.
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Por épocas el mundo se dividió entre los territorios donde se conseguían jeans y aquellos en los que eran una vestimenta suntuosa y capitalista. El curioso fondo neutro de la mezclilla azul, esa especie de tejido invisible con el que uno se siente a la vez vestido y no vestido, alejado del compromiso, era un cielo inalcanzable para los cubanos y los soviéticos que sólo los conseguían en el mercado negro. Curioso que la prenda de la rebeldía de James Dean, oriunda del overol de los obreros, fuese una aspiración inaccesible en los países donde se ensalzaba a la rebeldía y la clase trabajadora, cuando no fuera contra sus gobiernos por supuesto.
Pero más allá de la política recuerdo las enseñanzas de mi maestra de vestuario Lucille Donay: cada época tiene una silueta vestimentaria que la caracteriza. Y en la elección de esa silueta —gorda y ampulosa, alargada o triangular, floja o acinturada, según la mentalidad del tiempo— interviene también ese elemento misterioso que caracteriza al color de las plumas de los pájaros y sus cantos para llamar a una pareja, las manchas de los felinos y las cebras. Eso que se nos enamora de una forma o unos colores en ciertos años, como aquellos sombreros con forma de chimenea que hacían sentir poderosos a los hombres en el siglo antepasado o las plataformas de las mujeres en los setenta. Así varias generaciones hemos llevado los jeans, esos que no usan los japoneses. ¿Por qué será? Tendré que preguntarle a mi amigo.
AQ