Uno escuchaba a José de la Colina y daban ganas de tomar apuntes. Empezaba a hablar y no paraba de hilar personajes y anécdotas, todas interesantes y entretenidas, con lecciones de vida y escritura. Esto último, sin embargo, no era su intención. Porque a él no le gustaba ir de maestro (o por lo menos se esforzaba en disimularlo) y, quizá por eso, mezclaba o remataba la mayoría de sus conversaciones con algún chascarrillo, como para dar a entender que sus comentarios carecían de importancia.
En torno a un café, por ejemplo, contaba: “¡Qué terribles son las erratas! Una vez alguien, no diré quién, me dio a leer sus cuentos. Uno decía: ‘aquella mañana, doña Merencinda se levantó con el ceño fruncido y’…, y se aventaba varios párrafos contando lo que le pasaba a la singular mujer a lo largo de toda una jornada. Tiempo después, este autor llegó con su libro ya impreso, brincando de emoción, y me lo regaló y me lo dedicó y toda la cosa. Lo leí, cómo no. Sobre todo para ver si había hecho caso de mis observaciones (pero esto entre tú y yo, ¡eh! Porque negaré haber dicho una frase de tal calibre) y resulta que en ese relato algún espíritu hizo de las suyas y cambió una e por una o y en el libro quedó: ‘aquella mañana, doña Merencida se levantó con el coño fruncido y’…, y así arruinó el sentido de todo lo que contaba. ¡Por una letra. Una!”
A Don Pepe (siempre le dije así) lo conocí, gracias a José Luis Martínez S., en la redacción de MILENIO. Ahí, con su infaltable corbata y su halo de personaje de otra época, el escritor que dominaba con suma destreza, entre otras muchas cosas, el difícil uso de la coma (vayan a sus textos y fíjense en ese detalle), llegaba un par de veces a la semana para entregar sus columnas sobre inmortales o desavenencias urbanas en un “moderno” disquete de 3.5 pulgadas. Cuando tocaba, antes de llegar a la mesa de su editor hacía una pequeña escala en el área de la administración porque para él, uno de los más grandes prosistas de nuestra lengua y que merecía estar en el catálogo de las grandes editoriales, el pago de sus colaboraciones periodísticas era prácticamente su principal ingreso y no podía dejar pasar ninguna retribución. Entonces, muy galante, como acostumbraba a ser con todas las damas, se acercaba a una de las “señoras de los dineros” y le espetaba a manera de saludo: “¡Sandrita, usted siempre con esos ojos tan hermosos clavados en la computadora!”. Y Sandrita, más fría y agarrada que educada y generosa, sólo atinaba a levantar la cabeza y a vociferar un desganado “qué se le ofrece, señor”. Don Pepe, que merecía todos los honores en todas las redacciones, pero más en esta, no tomaba en cuenta ese tipo de cosas y su simpatía y buen humor quedaban intactos. Es que sabía que más tarde iba a estar presidiendo una jocosa tertulia en el viejo Salón Palacio.
En esa cantina, rodeado de escritores, periodistas y algún burócrata, lo vi desgranar buena parte de sus memorias en una sucesión de estampas costumbristas. Otras veces, en torno a un plato de comida, dejaba caer un montón de observaciones cinematográficas: “Cantando bajo la lluvia es la mejor película de todos los tiempos. Cantinflas comenzó muy bien, pero luego empezó a adoctrinar desde todos los oficios y profesiones y así se echó a perder. ¡A mí me encantaba Tin Tan! Oye, ¿qué espantosa actriz era María Félix, no? Me he pasado la vida metiéndome a escondidas a los cines (y robándome libros en las Librerías de Cristal) y hoy todavía voy con mi mujer. Bueno, el otro día la olvidé después de ver una película. Salimos de la sala, ella dijo que iba al baño y yo me quedé viendo unos carteles. De repente caminé hasta el coche, me subí, arranqué como si tal cosa y a medio camino me acordé de ella. Di la vuelta y volví, pero… ¡lo que me costó contentarla!”
Hace un año, después de un periplo hospitalario que lo dejó flaquísimo, pero con la lucidez incólume, estaba viendo una película y se murió. Cuando me lo contó José Luis Martínez S. (la persona, por cierto, que más se ha empeñado en valorar y difundir la obra de Don Pepe), me acordé de que, por desgracia, nunca fui con él a un Café de Chinos para celebrar ahí mi cuento favorito de su autoría. También supe que nos dejaba en orfandad el “Funes mexicano” que, como en el relato de Borges, tenía la capacidad de ser, para el deleite de todos sus lectores y oyentes, Don Pepe el memorioso.
AQ | ÁSS