José de la Colina, que por estas fechas cumpliría 90 años, fue una especie híbrida, plena de humanidad y, a la vez, con la evanescencia de un personaje literario. Era un hombre sencillo que vivía su cotidianidad abstraído en autores, ensoñaciones literarias, tramas hipotéticas y juegos de palabras. Fue uno de los mayores cuentistas de su tiempo, un ágil y alado ensayista, un afanoso traductor y un esforzado practicante del periodismo cultural (oficio del que vivió hasta sus últimos días).
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Su obra cuentística es un paradigma en las distintas variantes del género desde la musicalidad envolvente y las atmósferas enigmáticas de sus primeros libros hasta el dechado de virtuosismo de sus minificciones pasando por muchos otros deliciosos e inclasificables paseos y divertimentos narrativos. Como ensayista, aparte de su perspicacia, sentido común y buen gusto, incorporaba otras dimensiones del narrador y, por ejemplo en Libertades imaginarias, muchos de sus ensayos eran ingeniosos relatos que partían de motivos literarios o, en Personerío, sus retratos de contemporáneos eran auténticas y conmovedores micro-novelas de formación con personajes reales. Por lo demás, De la Colina no discriminaba entre géneros más o menos prestigiosos y en muchas de las piezas incidentales, o de batalla, que el escritor publicaba regularmente (crónicas urbanas, reseñas de cine, comentarios a la vida literaria), hay joyas de una gracia peculiar, como si la presión del tiempo y la constricción del espacio afilaran su ánimo de perfección.
Por su carácter insumiso y porque no coqueteó con los géneros más taquilleros, De la Colina no alcanzó los reflectores de otros de sus contemporáneos, pero era una presencia legendaria y respetada. A los miembros de mi generación nos abrió la puerta del El Semanario Cultural de Novedades, que él dirigía, y que era un espacio inteligente, cosmopolita y de exquisito gusto literario. Lo vi varias veces en la redacción ejerciendo su severo magisterio con sus colaboradores y también lo escuché, ya en un ambiente más relajado, en el Salón Palacio, que era una extensión de las redacciones periodísticas aledañas. Sin embargo, nunca había platicado de manera reposada y cara a cara con él hasta que, un encuentro casual en la fila del banco y una muy tardada atención, me dieron la oportunidad de charlar largamente con el admirado escritor. Al despedirnos, le deslicé con timidez que ojalá más adelante hubiera oportunidad de reunirnos para comer y, con una sencillez y naturalidad insólitas en el gremio, me contestó que si quería que comiéramos él podía ese mismo día. A partir de entonces los contactos se hicieron frecuentes y luego, con la intercesión de José Luis Martínez, la presencia de De la Colina se volvió habitual en una tertulia que organizábamos. De la Colina trasladó a la tertulia su infatigable anecdotario, su ingenio verbal, su capacidad de improvisación histriónica, su predilección por la pulla y la controversia amistosa, su generosa claridosidad y su calurosa bonhomía.
Cuando llegaba De la Colina, la tertulia ganaba en volumen, vigor polémico y risas, pero, sobre todo, en sustancia literaria pues sus clásicos, que tan hondamente lo habitaban, hablaban a través de su voz en largas citas confiadas a su privilegiada memoria y sus escritores más queridos (San Juan de la Cruz, Baudelaire, Gómez de la Serna), de tan mentados y convocados, se convirtieron en otros tertulianos, que, con su sentida ausencia, se fueron inevitablemente con él.
AQ