La ablación de la ciudadanía

Bichos y parientes | Nuestros columnistas

Una ciudadanía dividida e incapaz de frenar los golpes que sobrevienen es resultado de una política caótica e inútil. Por eso, la tiranía no sólo significa el poder de uno.

'La batalla de Salamina', óleo sobre tela pintado en 1868 por Wilhelm von Kaulbach. (Wikimedia Commons)
Julio Hubard
Ciudad de México /

Casi todos los grandes griegos despreciaron la democracia y, de todos, solamente hay un elogio decidido: el famoso “Discurso Fúnebre” de Pericles, conservado por Tucídides, que sigue siendo válido y valioso, vigente y convincente. Desde entonces va quedando claro que la democracia implica no solamente una participación en elecciones sino una libertad económica: “no hay vergüenza en ser pobre; vergüenza es no hacer algo por dejar de serlo”; y una transparencia: “tenemos una ciudad abierta y no es posible impedir a nadie... que sepa o vea algo de lo que, por no mantenerse en secreto, pudiera sacar provecho un enemigo, ya que confiamos más en nuestro valor en la acción que en los preparativos o las estratagemas”.

Los filósofos son muy contrarios a la democracia: Platón y Aristóteles no albergan duda: se descompone en tiranías.

Los dramaturgos son menos recios en su crítica, e incluso ambiguos: Aristófanes parece no sólo enemistarse con las formas democráticas sino, de plano, vejarlas a carcajadas. Pero no son cuentas fáciles, porque ¿cómo interpretar la comedia? Ni afirma, ni niega: juega. El otro caso ambiguo es de Esquilo.

En el Agamenón está aquella escena a las puertas del palacio. En ninguna obra griega hay acción como en el teatro moderno: son actores de la oralidad, no mimos. Nadie combate ni muere en escena. Pero queda perfectamente claro que Agamenón está siendo asesinado, y se escucha: “¡Me han herido de muerte en las entrañas!”, desde atrás del escenario. El público mira al coro, que se organiza en grupos pequeños, divididos, completamente inútiles. Unos sugieren “deliberar sobre estos hechos”; los de allá: “No sé qué sugerir, pero antes de la acción hay que hacer planes”, y otros: “¿cederemos el poder al que ultraja este palacio?”... Todos se indignan, sin ponerse de acuerdo y, por supuesto, el golpe está dado. No hubiera sucedido si los ciudadanos, en coro, hubieran increpado juntos a Egisto y Clitemnestra, los asesinos.

Esquilo desprecia el caos, el desorden, las discordancias... frente a los acontecimientos de la propia ciudad. Pero ¿cómo contrastarlo con el sentido de esa otra obra, Los persas, que debe haber sido la más importante para él? Él mismo combatió en la defensa de Atenas contra los persas, y sabemos que, para su epitafio, quiso solamente una inscripción: la de su valor en la batalla de Maratón; la guerra se libró apenas 7 años antes de la presentación de la obra, de modo que trata sobre acontecimientos reales y recientes, no sobre dioses ni mitología: el público fue parte de los hechos. No podía mentir.

Jerjes, hijo de Darío y la reina Atossa, ha sido derrotado repetidamente por los atenienses y los persas se hallan sumidos en la confusión. Quieren consultar al espectro del casi invicto rey Darío, que sólo perdió ante los atenienses, aunque dos veces: en Maratón (490 A.C), y la batalla naval de Eurimedonte (467 A.C). Cuando hacen la solicitud a la reina Atossa, ésta, extrañada, les pregunta si los griegos poseen abundancia de recursos bélicos. No. ¿Entonces, enormes riquezas? Tampoco. No hay otra explicación para las derrotas persas que la unión ateniense. Atossa accede entonces a invocar el espectro del gran rey, y aquí, Esquilo comienza su arenga y, más que la democracia, defiende la ciudadanía. Los miserables persas no saben lo que significa la responsabilidad de hablar en una sociedad política; no son sino súbditos y no se atreven siquiera a enunciar una mala noticia ante el fantasma de su opresor. Titubean, se acobardan, repiten fórmulas de lacayos y ninguno se arriesga a decirle francamente lo que está sucediendo en la guerra. Temen y veneran hasta la mera sombra. Tienen que suplicarle a Atossa que le diga por qué turban su estancia entre los muertos. Para entonces, los ciudadanos atenienses, en su unión, han derrotado a las huestes de los serviles persas.

Esquilo dedica más líneas a mostrar la abyección de los lacayos de las que usó para el caos democrático del Agamenón. Y digo que Los persas contrasta, o repara, o complica la idea de la política caótica e inútil, de una ciudadanía dividida e incapaz de frenar el golpe que sobreviene y el borramiento de la ciudadanía. Así se pierden las democracias que resultan latosas, lentas y torpes. Pero la tiranía no sólo significa el poder de uno sino la ablación de la ciudadanía. Mejor hacer bolas y confusión en un solo coro, que perder la dignidad y la libertad.

AQ

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