El ensayo se inventó en la segunda mitad del siglo XVI cuando la peste cobró la vida del interlocutor ideal de un hombre parlanchín, quien, algún tiempo después, se encerró en su castillo para tratar de forjar una escritura que expresara su duelo y que funcionara como sucedáneo, aunque fuera imperfecto, de la conversación malograda. Cuando por fin se conocieron, aunque ya habían oído hablar mucho uno del otro, Michel de Montaigne y Étienne de la Boétie experimentaron un flechazo personal e intelectual y en su lapso de proximidad mundana construyeron una amistad modélica, cuya interrupción tuvo consecuencias en la historia de los géneros.
Decía Montaigne: "Si comparo todo el resto de mi vida con los cuatro años que me fue dado disfrutar de la dulce compañía y sociedad de esa persona, no es más que humo, no es más que una noche oscura e insípida. Desde el día que le perdí no hago más que arrastrarme y languidecer, y los mismos placeres que me ofrecen, en lugar de consolarme, hacen que se recrudezca el valor de su pérdida”.
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La invención del género ensayístico, pues, resulta azarosa y responde a la tragedia de una pérdida amistosa. Porque, antes de la muerte de su amigo, nada indicaba que el cultísimo y adinerado, pero perezoso y un tanto frívolo Montaigne tuviera la vocación de escribir y mucho menos que dispusiera de la disciplina y la concentración para inventar un género totalmente nuevo.
Unos años después de la desaparición de la Boétie, Montaigne comenta y publica parte de la obra de su amigo y también entrega a la imprenta los primeros tomos de sus propios “Ensayos” en los que retoma la conversación con su camarada prematuramente ido y adiciona la plática con un puñado de clásicos variopintos.
Tras la invención de Montaigne, el ensayo ha sufrido muchas transfiguraciones e intentos de apropiación y en el mundo contemporáneo la academia a menudo ha utilizado el nombre del ensayo para denotar un método de investigación y conocimiento que pretende ser metódico, objetivo e imparcial y que sirve para certificar competencias y otorgar grados (algo que nunca se le concedió al disperso Montaigne). Sin embargo, el ensayo más disfrutable restituye el elemento conversacional que le imprimió su fundador y deja la satisfacción y ligera sensación de embriaguez de una buena plática en la que caben la mezcla festiva de saberes y personalidades, la feliz digestión de temas varios y el placer de discutir y polemizar sin reñir.
En la conversación ensayística se experimentan instantes de identificación extrema y arrobo, esa sensación de recreación y aprendizaje inherente al diálogo relajado y amistoso. Si bien puede decirse que el ensayo en Montaigne nace de la conversación suprimida, este género tiene su auge en los diversos momentos de florecimiento de la conversación pública y su práctica, que tan graciosamente vacuna contra los dogmas y extremismos, es siempre un caldo civilizador, formativo y curativo para el espíritu.
AQ