Los medios de información tradicionales no están amenazados sólo por la llamada “crisis de negocio”, que en todos lados produce salvajes recortes de personal, o por los nuevos hábitos de consumo de las noticias. Tal vez el mayor problema sea el cuestionamiento de su credibilidad. La desconfianza del público tiene su origen en la parcialidad que algunos medios han ejercido con descaro y en la corrupción de algunos de sus miembros. Pero ni todos los medios están sólo al servicio del poder político o económico ni todos sus periodistas son unos “vendidos”. Generalizar, sin embargo, es muy fácil. Por eso, desde el boom tecnológico hay quien sostiene que es mejor fijarse en la “información alternativa”.
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Conozco a muchos que se ufanan con desmedido orgullo de enterarse de “lo que realmente pasa” a través de Facebook, WhatsApp o Telegram. Ahí encuentran un batiburrillo de titulares provenientes de distintos periódicos y/o de fundaciones u organizaciones de la “sociedad civil”. La mayoría de las veces, sin embargo, los prescriptores de esa información no están bien definidos y, en la mayoría de ocasiones, contienen errores interesados. Si lo recibido, además, confirma los prejuicios o simpatías de los destinatarios (todo previamente inducido por un algoritmo), no se le da importancia a la procedencia. Así, de manera instantánea, se genera la desinformación, luego la polarización y, finalmente, una sociedad tóxica.
Estuve dándole vueltas al asunto después de recorrer Fake News. La fábrica de mentiras, una exposición que se adentra en la manipulación informativa, su historia, sus variantes y las maneras de detectarla. La muestra está distribuida en el tercer piso del emblemático edificio de Telefónica, en la Gran Vía madrileña, y ofrece piezas de museo, obras de artistas visuales y casos de estudio con texto y datos. O sea: no es muy atractiva y divertida, pero sí capaz de suscitar una cascada de reflexiones.
Las “noticias falsas” (un término contradictorio, pues se supone que si algo es noticia es porque es verdad) han existido siempre, pero se amplificaron con la llegada de los medios masivos de información, muchas veces utilizados para manipular a la opinión pública (así es más fácil construir o tumbar regímenes políticos o comenzar una guerra, por ejemplo). En la muestra, que estará abierta al público hasta el próximo mes de noviembre, los datos demuestran que hoy generamos y recibimos más información que nunca: a nivel mundial, cada segundo se comparten 740 mil mensajes en WhatsApp, seis mil tuits y 700 publicaciones en Instagram, una avalancha de cantidades que aumenta nuestra vulnerabilidad ante la manipulación informativa.
Lo curioso es que, según diversos estudios, las noticias falsas (o falseadas, como se recomienda decir en nuestra lengua) tienen un 70 por ciento más de probabilidades de ser compartidas, incluso está comprobado por el Instituto Tecnológico de Massachusetts que una mentira viaja en Twitter seis veces más rápido que la verdad y que las fake news relacionadas con la política alcanzan mayor difusión, por encima de cuestiones que tienen que ver con terrorismo, desastres naturales, economía o leyendas urbanas. Esto se debe, aseguran, a los “sesgos cognitivos” que nos dominan: la confirmación (de nuestras creencias), la autoridad (confiamos, y no cuestionamos, a quienes consideramos “líderes de opinión”), el falso consenso (pensamos que la mayoría de la población piensa igual que nosotros) o el efecto marco (según cómo se nos presenta la información).
Para lidiar con las fake news hay que prepararse, pero resulta que en las escuelas no hay una asignatura del tipo “alfabetización mediática”, que sería de gran utilidad para distinguir las fuentes fiables de las que no lo son y los detalles que pueden hacernos sospechar que una información no es cierta. Pero tanta incertidumbre, digo yo, también puede inducirnos a refugiarnos en los medios tradicionales que no han abandonado su compromiso de servicio público y que se preocupan y ocupan de verificar todo lo que difunden. Un medio tradicional tiene la ventaja de contar con “prescriptores de noticias” profesionales, mientras nosotros continuamos estando alerta con todo lo que nos llega. Porque, como dice el filósofo Michael Sandel, “el peligro no es que sea difícil distinguir lo real de lo falso, sino que esa distinción deje de importarnos”.
AQ