Mira las ventanas del edificio de enfrente y recuerda “Siete pisos”, el cuento de Dino Buzzati. Su protagonista llega a un hospital a tratarse un padecimiento sin importancia. El hospital es nuevo, muy moderno, y en él se sigue un método de clasificación de los enfermos según su grado de gravedad: los casos más leves se atienden en el séptimo piso, aquellos que son un poco más serios en el sexto y así van descendiendo hasta el primero, donde se encuentran los desahuciados.
El hombre es instalado en el séptimo piso desde donde ve el paisaje e incluso a los pisos inferiores por la disposición del lugar, convencido de que saldrá muy pronto. Una serie de disposiciones que no tienen que ver con la gravedad de su caso, aparentemente, lo van haciendo descender, en medio de protestas, de aquel piso séptimo que él está convencido de que le corresponde. El final es previsible, no así el curioso entramado del cuento, casi arquitectónico como su tema, y el aura de absurdo y misterio trágico, magistralmente lograda.
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Quizá en estos meses hemos estado como el paciente de “Siete pisos”: al principio se nos dijo que la situación no era grave; después se han ido estableciendo medidas que nos hacen ver que lo es, aunque se diga siempre que no lo es tanto o que todo está bajo control: bajamos al piso cuarto porque la señora de la habitación contigua necesita otra cama, pero en realidad nos corresponde el quinto o el sexto, como le van diciendo al personaje de Buzzati que mucho le debe a Joseph K. Nuestras vidas están formadas por largas cadenas de decisiones administrativas, acertadas o no, a veces fatalmente anónimas o torpes, producto de la inercia. En medio de tantas voces, sabemos poco del piso en el que estamos.
Ya no quiere leer nada que tenga que ver con la enfermedad ni el aislamiento, pero es muy difícil entregarse a las historias ajenas sin relacionarlas fatalmente con la presente incertidumbre. Pasa un poco lo mismo con la escritura: la escritura es también una forma de clausura muchas veces, y el interior llama al interior; las puertas ahora dan al patio de servicio, no al jardín.
Como los soldados recluidos en la fortaleza de El desierto de los tártaros, la gran novela del mismo Buzzati, escudriñamos la arena buscando signos del prodigio inesperado, de lo fantástico. El caballo que un día cruza solitario ante los ojos atónitos del teniente Drogo es para nosotros la aparición esporádica de noticias sobre una vacuna o una cura milagrosa. A veces sólo contemplamos las ventanas de los vecinos, aquellos pisos altos que parecen más apetecibles, inmunes a la desgracia. Desde nuestra presente fortaleza miramos los signos del paisaje.
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