La belleza paseaba por Venecia

Opinión | Husos y costumbres

El cólera se apodera de la ciudad y los turistas huyen; sin embargo, un hombre permanece, rendido ante la Belleza.

El Gran Canal de Venecia. (Foto: Manuel Silvestri | Reuters)
Ana García Bergua
Ciudad de México /

Ahora lee La muerte en Venecia de Thomas Mann. El cólera hindú se apodera de la ciudad y los turistas huyen, todos menos el ya maquillado y patético profesor Aschenbach, rendido ante la Belleza.

“La Belleza es, pues, el camino del hombre sensible hacia el espíritu...”, piensa el profesor; un escritor muy respetado que ha logrado dominar la forma para que en ella se instale lo más alto del pensamiento y ahora se encuentra a la merced de Febo y Cupido, representados en el cuerpo de este hermoso muchachito de 14 años que lo trae loco.

En la película de Visconti, más célebre que la noevla, el muchachito que evocaba para el profesor la antigüedad griega fue actuado por un sueco hermosísimo que, según contó en una entrevista a sus cincuenta años, fue muy infeliz y tuvo muchas dificultades en su carrera por culpa, precisamente, de su belleza y lo que todos esperaban de ella. La cabeza de Eros con sus rizos color miel que el profesor ve surgir como una flor encima de aquel cuerpo perfecto fue para Björn Andrésen una maldición.

Pero eso no lo sabe el profesor Aschenbach, instalado en la ciudad portentosa el tiempo necesario para contemplar a Tadzio mientras escribe una página selecta —“¡Extrañas horas! ¡Fatiga extrañamente enervante! ¡Comercio curiosamente fecundo del espíritu con un cuerpo!”— y acaso un día tocar a Tadzio o hablarle, ahora que el muchacho corresponde vagamente a su mirada insistente, mientras el resto de los turistas —los alemanes como él, metódicos, son los primeros- van huyendo, dejando a Venecia desierta, a merced de la enfermedad y sus vapores malignos que trae, dicen, el Sirocco. Venecia, que ahora también está desierta: hace días circulaba la foto de una airosa medusa recorriendo sus canales. Los turistas y los profesores Aschenbach están encerrados en sus casas y el espíritu de la Belleza campa solo por los palacios para que, mudos, impotentes, enamorados y en la orilla de la enfermedad y la muerte, lo admiremos: peces, cisnes, delfines que chapotean en el agua esmeralda que antes ensuciaban las góndolas cargadas de visitantes.

Ella espera que, libre del peso y la fealdad de los turistas, aunque sea por unos meses, su hundimiento se detenga un poco. Cierra la novela y se pregunta si pasará lo mismo con nosotros, si nos hundiremos un poco menos de sólo estar ausentes de las calles, ensimismados.

Es una pena que la enfermedad y su reclusión obligada no la lleven a Venecia, pero por lo menos busca a la Belleza en los libros y a veces la logra encontrar, por ejemplo, leyendo a Thomas Mann o escuchando a Mahler, en quien se inspiró Visconti para su profesor Aschenbach. La Belleza es una puerta, desde luego.

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