En la víspera del 24 de diciembre, el profesor Pardo, especialista en literatura francesa, se levantó para trabajar en su ensayo “Emma Bovary y Felicidad, dos caras ilusas de la misma moneda”, que pensaba publicar esa semana para conmemorar los 200 años del nacimiento de Gustave Flaubert. Había declinado las sucesivas invitaciones para pasar Nochebuena con su familia, los compañeros del gimnasio y los miembros de su academia porque detestaba la Navidad y odiaba al mundo. Luego de prepararse un café, aún vistiendo su piyama de escuetas rayas cafés, se dirigió al escritorio de cedro, cenáculo de su inteligencia, y se topó con una rara sorpresa: junto a las cuartillas comenzadas días antes, un gran loro disecado lo miraba retador. Pardo pegó un grito. Bastante polvoso y con las plumas caídas, el animal llevaba una tarjeta atada a la garra que decía “Museo de Ciencias Naturales de Rouen”. Tenía el cuerpo verde, la punta de las alas rosa, la frente azul y la garganta dorada.
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No vuelvo a leer a Julian Barnes antes de cenar, se dijo, y fue a mojarse la cara. Regresó para encontrarse de nuevo con el loro y su mirada fija como una acusación. Fue a la cama y echó una breve siesta. Cuando volvió a encaminarse al escritorio arrastrando las pantuflas, el perico seguía ahí, mirándolo. ¿Qué era eso?, ¿quién se lo habría dejado en el estudio? Quizá alguien quiso gastarle una broma de muy mal gusto. No eran raros los envidiosos, celosos de su inteligencia y su prestigio, a los que siempre les negaría cualquier pequeño dato que los ayudara a escalar más que él. O su familia, que lo avergonzaba, ya no dijéramos los compañeros del gimnasio. Él nunca dejaría entrar a nadie a su casa. Poseído de resentimiento, se vio a sí mismo reflejado en los pequeños ojos del animal: mezquino, seco, seguro moriría abandonado por todos. Entonces tuvo una epifanía, distinta a la de la vieja criada del cuento de Flaubert que veía en el loro al Espíritu Santo. ¡Ese loro es el Espíritu de la Navidad!, se dijo. Llorando arrepentido, llamó a sus colegas y les dictó las fichas de catalogación que les había ocultado; también les cedería a sus compañeros la escaladora y las pesas. Acudió a todas las cenas a que lo habían invitado con riesgo de indigestión y en un arranque de generosidad compró regalitos a la parentela, colegas y amigos. Pero estos, al ser abiertos, se transformaban en pequeños loros disecados que no pocos le tiraron a la cabeza con horror. Convencido de que el espíritu de Flaubert le había gastado una broma cruel por no estar a la altura, cambió su objeto de especialidad. Ahora estudia a Dickens, pero la Navidad no llega. El loro impasible sigue ahí.
ÁSS