Los anuncios de la página son aleatorios, pensé decirle a un lector que me los señalaba como una contradicción a lo que yo había escrito; usted ve unos, yo otros. En realidad, usted ve lo que el algoritmo cree que son sus intereses, si es que el algoritmo pudiera creer algo; lo mismo me ocurre a mí. Después olvidé responderle y pasaron meses, pero me dejó pensando. Las noticias muchas veces son aleatorias. Y la música, las películas o las series. Hay un mecanismo que nos busca todo el tiempo, nos espía de mil maneras y adivina lo que podríamos desear, un mecanismo algo torpe, si lo pensamos bien, a veces astuto en sus intentos y sus intereses: piensa uno en una palabra y aparece en el buscador sin haberla dicho siquiera, por asociación quizá.
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Me acuerdo de uno de los primeros capítulos del Doctor Who de los años sesenta, la corta temporada en que pasó en México, cuando la tele era en blanco y negro: los Daleks habían atrapado al Doctor —el actor en esa época tenía el pelo blanco— y le leían el pensamiento a través de una pantalla para adivinar un secreto muy importante, pero Who se burlaba de ellos evocando monociclos y objetos absurdos que aparecían en la pantalla de los malos como esos grabados publicitarios del siglo diecinueve. Me pareció cómico y fabuloso, un escape genial. Así es un poco con el algoritmo: no creo que quiera saber exactamente nuestros secretos más complejos; tal vez nuestros deseos, en su pantalla, se ven como el monociclo del doctor Who, o si vamos más lejos, como el urinario de Marcel Duchamp.
Por ejemplo, hace tiempo que el algoritmo piensa que me interesa mucho el problema de la cera en los oídos. En todas las publicaciones que leo, incluso unas muy serias, me aparece una oreja a la que le echan sustancias distintas; no imagino cosa más desagradable (bueno, sí, hay cosas mucho más desagradables pero esa no quiero verla). Es fácil acudir a la perversidad, es cierto, lo primero que se nos ocurre es eso, pero nunca pensamos en lo que pensamos. No para arrepentirnos, por supuesto, sino al contrario, con cierto interés: cómo pasa nuestra mente de una cosa a la otra, como pespunteamos las ideas y los deseos con los recuerdos, con las tristezas. Quizá el algoritmo nos diga algunas cosas sobre nosotros mismos; quizá tengo una preocupación secreta por la cera en los oídos y no lo quiero admitir.
Es tarde para responder a aquel lector que, como me ha pasado otras veces, me sugería que utilizara mi humor ácido —mi arma secreta del Doctor Who— en lo que a él le interesaba. Nunca he estado más feliz, le respondería, con todo y el anuncio de la cera; el mundo, si lo vemos con cierto ánimo, es siempre un misterio interesante.
AQ