En el texto que da título a su libro de ensayos sobre poesía, The American Originality, Louise Glück alude al mito que prescribe que el territorio de América del Norte fue colonizado por inmigrantes exconvictos, excluidos, rebeldes, emprendedores y utopistas y que este coctel de ambiciosos desarraigados generó un país, Estados Unidos, caracterizado por la avidez hacia la novedad, el progreso individual y la aventura. Por eso, agrega Glück, mientras, por ejemplo, los ingleses suelen imaginarse a sí mismos como herederos de una larga tradición, los estadunidenses suelen considerarse siempre padres fundadores. Así, el repudio al pasado, el culto al futuro, la pujanza, la asertividad, la autosuficiencia se reputan características casi exclusivas del ciudadano de ese país. Ciertamente, este mito de la originalidad americana es reductivo en lo político, pues se limita a considerar a determinado tipo de inmigración blanca, desdeña el aporte de la población nativa, afroamericana y de otras minorías y, agrego yo, suele pervertirse en las expresiones de discriminación racial que periódicamente reaparecen en la cultura estadunidense, y que se reflejan en fenómenos que van desde el auge de la eugenesia en los albores del siglo XX hasta el resentido supremacismo blanco que ha apuntalado a figuras como Trump y ha fracturado el tejido social de ese país.
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Sin embargo, el mito también se expresa de forma literariamente más virtuosa y renovadora en algunas grandes obras que se han engendrado en Estados Unidos. Cierto, los mitos se trasladan de manera diferente a la política y a la literatura. En política, el mito constituye un estereotipo impermeable, una camisa de fuerza para la individualidad, un dique para la disidencia y un instrumento predilecto para la narrativa, tan idílica como simplista, de los poderes populistas. Desde luego, el mito en literatura también puede degenerar en recetas para los creadores más convencionales. No obstante, cuando el mito conserva su distancia de la política y se reelabora en el campo de la imaginación crítica, tiende a volverse multivalente, abierto a la variación y la innovación. Por eso, muchas de las obras de exploración fundadoras de la literatura estadunidense, como la colonización del paisaje y la formidable egolatría de Walt Whitman; el rigor gótico de Nathaniel Hawthorne; la invocación y el desafió a las fuerzas más salvajes de la naturaleza de Herman Melville; la inmersión en los bosques y el magisterio inconformista de Henry David Thoreau; la suicida doma de los demonios interiores de Edgar Allan Poe; el descubrimiento del mundo subjetivo de Emily Dickinson o la introspección en el ente urbano de Henry James partieron de este mismo mito y lo transformaron en un artefacto libertario y de autoconocimiento y, también, contribuyeron a construir una paradójica tradición, un rico canon compuesto por obras furiosamente individualistas, radiantes de singularidad y autenticidad.
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