Doña Rosario Ibarra de Piedra falleció en Monterrey durante las primeras horas del pasado 16 de abril, Sábado de Gloria. Supongo que agonizó el Viernes Santo, detalle que no me parece menor ni una casualidad.
Hace 16 años, cuando la visité en su departamento de los edificios Condesa de la Ciudad de México, me llamó la atención que una corona de espinas estuviera colgada de un muro y que en las paredes hubiera reproducciones de óleos de Cristo crucificado: uno de Diego Velázquez, otro de Andrea Mantegna y alguno más que no recuerdo.
Aquello me pareció una interesante “instalación” y me dio pie para preguntarle si le reclamaba a Dios por su calvario particular. Contestó: “No soy muy religiosa, pero sí respetuosa de las creencias de todas las mujeres que me rodean. Hay las que reniegan mucho por todo lo que han pasado y otras que son muy devotas”. Se refería a sus compañeras del Comité ¡Eureka!, fundado por ella en 1977 con el nombre original de Comité Pro Defensa de Presos, Perseguidos, Desaparecidos y Exiliados Políticos de México.
Acerca de la corona de espinas y de los cuadros, me dijo que los tenía porque la remitían a la tortura que han padecido en México los presos políticos. Aquel pequeño departamento en el que ella vivía, también hacía las veces de oficina y centro de reunión de su comité.
Recordó que en los años ochenta Rafael Corkidi le propuso hacer el papel de la Virgen María en el largometraje Figuras de la pasión del Señor, basado en el libro del escritor español Gabriel Miró. Ese asunto lo puso a consideración de sus compañeras y ellas decidieron que no era conveniente. Lo que sí hizo Corkidi con el aval de todas fue el documental ¡Eureka!, hemos hallado.
Con buen humor, me comentó que otro director le propuso llevar su vida al cine con María Rojo en el papel principal: “O sea que iba a salir bien chamorruda después de La tarea, ya ni la friegan. María y yo somos muy amigas y bromeamos mucho”.
En abril de 2006, el grupo dancístico Barro Rojo homenajeó a doña Rosario en el Palacio de Bellas Artes con la presentación de Viento de Lorca, coreografía de Laura Rocha inspirada en las obras Yerma, La casa de Bernarda Alba y Bodas de sangre, del dramaturgo y poeta granadino.
Dentro del espectáculo, García Lorca huye de los falangistas y se refugia en un teatro donde cobran vida varios de sus personajes, todo ello expresado con baile flamenco, cante hondo y alusiones a “la fiesta más culta del mundo” en la que se funden plásticamente la vida y la muerte. Finalmente, la barbarie franquista arrasa con todo y convierte el paisaje en una tumba llena de flores.
Al día siguiente de ese homenaje, le pregunté a la señora Ibarra si había leído a García Lorca. Contestó que sí, “una gran parte de su obra”. Añadió que de niña y adolescente estudió declamación y se aprendió poemas completos no sólo de Lorca sino de muchos otros autores como Luis G. Urbina y Amado Nervo: “La literatura me ha servido para ampliar mis horizontes y mejorar mi léxico a la hora de hablar en público. Mi padre me heredó el amor por los libros; ese fue uno de los grandes legados que me dejó, aparte del inmenso amor que me tenía”.
“En cierta ocasión un compañero, de esos que son bien cuadradotes, entró a mi casa y me preguntó por qué le daba tanto espacio a libros que no eran de Marx, Engels y Lenin. Le dije que a esos tres autores los había leído, pero que también era necesario conocer a todos los clásicos de la literatura universal, incluso El Corán y La Biblia”.
En Bellas Artes, durante aquel espectáculo de Barro Rojo, pensé que tal vez doña Rosario no veía en el escenario la huida de García Lorca sino la de su hijo Jesús, a quien vio por última vez en noviembre de 1973 cuando él tenía 19 años. Luego se sabría que fue detenido en abril de 1975, en Monterrey, acusado de varios delitos cometidos como integrante del grupo guerrillero Liga Comunista 23 de Septiembre. No fue enviado al Ministerio Público como correspondía legalmente sino a prisiones clandestinas y al Campo Militar Número Uno de la Ciudad de México.
Siendo doña Rosario una persona aún desconocida, encaró al entonces presidente Luis Echeverría y le exigió un juicio justo para su hijo. Lo hizo decenas de veces durante el último año y medio de ese sexenio, cuando un acto de tal naturaleza implicaba realmente arriesgar la vida. Su lucha individual se volvió colectiva durante los gobiernos de López Portillo, Miguel de la Madrid, Carlos Salinas, Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto.
Ibarra de Piedra nunca encontró a su hijo, pero ayudó a que cientos de personas supieran el paradero de sus familiares. Fue de las pocas aves que cruzan el pantano sin mancharse: “Yo no soy del PRD ni voy a entrar a ese partido, como tampoco fui integrante del PRT cuando era candidata a la Presidencia y diputada”, me dijo en 2006 y agregó que también aceptó ser senadora plurinominal porque eso le servía al Comité ¡Eureka! “como caja de resonancia”. En varias ocasiones fue candidata al Premio Nobel de la Paz, aunque ella hubiera preferido ser ama de casa tradicional sin un hijo desaparecido.
En alguna ocasión, el senador Edward Kennedy la visitó “en un departamento todavía más chico que éste, en la calle de Medellín. Ted fue acompañado de una hermana, un sobrino, un traductor y un Rambo enorme como guardaespaldas. El payaso gobierno mexicano mandó rodear la zona con policías armados en las azoteas. Ese día me dijo una vecina: ‘¡Doña Rosario, está rodeada! ¿Qué hacemos?’ Otra me dijo: ‘¡Véngase por acá, yo la sacó de aquí!’. Les explicamos de lo que se trataba, entonces la gente formó una valla y por ahí pasaron Ted Kennedy y su comitiva. Fue conmovedor”.
En 2019 le fue otorgada a doña Rosario la medalla Belisario Domínguez por parte del Senado de la República. La aceptó, pero no fue a recibirla y le pidió a su hija Claudia que se la entregara al presidente Andrés Manuel López Obrador con un mensaje que habla de su congruencia a toda prueba: “Querido y respetado amigo: no permitas que la violencia y la perversidad de los gobiernos anteriores siga acechando y actuando desde las tinieblas de la impunidad. No quiero que mi lucha quede inconclusa, es por eso que dejo en tus manos la custodia de tan preciado reconocimiento y te pido que me la devuelvas junto con la verdad sobre el paradero de nuestros queridos hijos y familiares y con la certeza de que la justicia los ha envuelto con velo protector. Mientras la vida me lo permita, seguiré mi empeño hasta encontrarlos”.
Durante el sepelio de Rosario Ibarra de Piedra, en Monterrey, Claudia Piedra recordó el contenido de ese mensaje y recalcó que “no puede haber una transformación verdadera si sigue el problema de los desaparecidos políticos”. Su hermana Rosario, actual titular de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, dijo ahí mismo que su madre, literalmente, “puso hasta el último aliento para exigir a todos los gobiernos de México la presentación de nuestros seres queridos, los desaparecidos de este país”.
En 2006, al despedirme de la legendaria mujer, le pregunté qué marca de pila alcalina usaba. Se carcajeó y me dijo que, siendo niña, su mamá le decía de apodo El Ventarrón, pero que con el paso del tiempo el motor que la impulsaba era la foto de su hijo Jesús, que siempre traía colgando a manera de collar.
En efecto, su hijo era tocayo del Nazareno que fue pintado en la cruz por Velázquez y Mantegna. El mismo que un Viernes Santo portó una corona de espinas similar a la que doña Rosario tenía colgada de un muro en su departamento de los edificios Condesa.
Por cierto, su nombre completo antes de casarse era María del Rosario Ibarra de la Garza. Así que ella también era María, la madre de Jesús, y su adiós en Sábado de Gloria no fue algo fortuito.
AQ