La nostalgia abarca diversas manifestaciones: el dolor por una ausencia, la sensación de finitud, la evocación de alguna edad dorada o las añoranzas de un hogar o una patria. En su libro, La nostalgia. Ulises, Eneas, Arendt (Alianza Editorial, 2022), a partir de tres figuras paradigmáticas de la errancia y la nostalgia, la filósofa y filóloga francesa Barbara Cassin hace una breve y reveladora radiografía de esta emoción.
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El libro comienza con un apunte personal: el nostálgico apego de la autora a una tierra de adopción, Córcega, donde descansa la tumba de su marido y ella se siente en casa, aun sin responder a ninguna raíz. A partir de esta confidencia, Cassin se remite a la figura de Ulises, uno de los artífices de la victoria griega en Troya, que tanto dice extrañar a su isla natal y a su mujer, y a quien diversos avatares impiden, por veinte años, su regreso. Cuando Ulises vuelve a Ítaca, mata a pretendientes y traidores y se hace reconocer por Penélope, por fin puede establecerse, pero paradójicamente, tras una noche de amor, parte a nuevas aventuras.
Ciertamente, el ideal sedentario y el ansia de errancia se mezclan en el sentimiento de nostalgia; sin embargo, en ciertos héroes de la nostalgia, como en Ulises, esta ambigüedad es exasperante y hace pensar en una perenne inconformidad. Un auténtico exiliado que clama por su tierra, como Dante, no puede simpatizar con la volubilidad recreativa del nómada Ulises y, por eso, observa Cassin, en la Divina Comedia el poeta lo confina al infierno. Si Ulises es el eterno tránsfuga, Eneas, el troyano derrotado y exiliado sin remedio, se lleva sus afectos y objetos más queridos cargados en la espalda y se vuelve fundador de otra patria, en donde uno de los requisitos para quedarse consiste en cambiar de lengua.
El exilio, sugiere la autora, es doloroso, pero también instaura una forma de la lucidez que permite renunciar a las nostalgias más esclavizantes, las adscripciones de identidad racial o política y abrir la puerta a la noción de universalidad. Este es el caso de Hannah Arendt, la filósofa de origen judío que, ante la barbarie nazi, peregrina por diversos países e idiomas pero sigue cultivando una lengua materna, el alemán, no sujeto a ninguna ideología o concepto de país.
Como lo mostró Arendt, la nostalgia no debe mezclarse con el material inflamable de la raza o la política y por ello es importante cultivar la lengua materna como un espacio de libertad y crítica, y abrirse a otras lenguas. Porque, como dice Cassin, la pluralidad de las lenguas ensancha el mundo, enriquece el sentido de humanidad y nos lleva a reconocer al otro: “ …lejos de expresar de otra forma la misma cosa, como solemos creer, la pluralidad de las lenguas inserta la diferencia en el corazón de la esencia de las cosas”. Así, Cassin hace un hermoso matiz entre distintas formas de arraigo y desarraigo y elogia esa fecunda nostalgia que permite cultivar, más que en la tierra, en el lenguaje.
AQ