La tiranía del mérito

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El filósofo Michael Sandel remarca las razones por las que la meritocracia resulta una farsa reducida a la obtención de grados y un binomio de premios y castigos.

El culto al mérito, irónicamente, ha vuelto más desiguales a las sociedades. (Ilustración: Supriya Bhonsle)
Armando González Torres
Ciudad de México /

Una de las aspiraciones de la democracia moderna consistía en que el ascenso y la estima social de un individuo dependieran de su mérito, y no de su cuna o de su fortuna. Sin embargo, en La tiranía del mérito: ¿Qué ha sido del bien común? (Debate, 2020) el célebre filósofo Michael Sandel plantea la incómoda hipótesis de que la idolatría del mérito en las sociedades actuales, lejos de materializar el ideal democrático, ha agudizado la desigualdad, ha generado simulaciones y ha infligido agravios. No es extraño, afirma Sandel, que Trump y otros líderes populistas hayan aprovechado, para ascender políticamente, las secuelas de incertidumbre y resentimientos que deja el culto al mérito. El llamado de Sandel a los defensores de la democracia y las libertades es aprender del populismo no replicando la manipulación o el simplismo de éste, sino entendiendo mejor las causas de la gran fractura cultural y cívica contemporánea.

Para Sandel, la religión de mérito ha sido más un problema que una solución. Por un lado, a menudo la meritocracia opera junto a impermeables estructuras de privilegios que la vuelven una farsa. Por otro lado, la noción corriente de mérito no apunta a las virtudes del carácter, sino a las credenciales académicas. Así, el credencialismo sacraliza ciertos saberes expertos, al tiempo que degrada el conocimiento intuitivo, las ocupaciones tradicionales y el trabajo manual de muchos segmentos sociales.

Bajo la óptica del mérito, todo hecho humano responde a una lógica de premios y castigos, por lo que el éxito o el fracaso (incluso la salud y la enfermedad) de un individuo adquieren un rasgo de triunfo o culpa moral. Para Sandel, por un lado, es difícil prestigiar la meritocracia en un entorno de creciente estancamiento y desigualdad; por otro lado, no se puede reducir la meritocracia a la obtención de grados y, finalmente, la democracia no debe dar carta blanca al saber experto, sino contrapesarlo. Por eso, la revitalización de los discursos democrático, liberal y de izquierdas requiere argumentos más afines con las mayorías excluidas del orden meritocrático.

Desde luego, Sandel no condena el esfuerzo y el mérito académico, pero se niega a convertirlo en el único criterio para otorgar valor al individuo o guiar la vida social y sugiere enmarcarlo en una nueva reflexión sobre el bien común. Reconocer que hay mucho de aleatorio en el rumbo de nuestras vidas, que los afortunados o desafortunados no necesariamente lo son por su exclusiva responsabilidad y que todos dependemos de todos (como lo ha demostrado el papel esencial, durante la pandemia, de algunos de los trabajos menos reconocidos y peor remunerados) son algunas de las ideas que podrían matizar el solipsismo meritocrático. Más que prescribir soluciones, este libro llama a imaginar porque, como sugiere Sandel, sólo la imaginación empática puede ayudar a las democracias a encontrar opciones constructivas ante la polarización y el encono que las asedian.

AQ | ÁSS

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