La última Navidad | Por Aída López

En ocasiones, la víspera de Navidad también puede convertirse en la antesala de la tragedia.

"Tiempo después me quedé pensando qué habría pasado con mis cartas". (Foto: Kelly Sikkema | Unsplash)
Aída López Sosa
Ciudad de México /

“Las noticias malas son las que llegan primero”, era lo que su madre repetía cada vez que me mostraba preocupada porque no teníamos noticias de Enrique. Nos habíamos comprometido en matrimonio, la boda sería en febrero para celebrar doblemente el mes de los enamorados. La noche que pidió mi mano, le prometió a mis padres que a pesar de que viviríamos en Ciudad de México, no dejaríamos de regresar a Mérida para la Navidad —al menos yo—, ya que ambas familias tenían la tradición de reunirse para cenar y luego ir a Misa de Gallo a la media noche, costumbre que con los años se ha invertido, ya que ahora primero es la misa y después la cena. Como en ese entonces no había sido madre —las mamás tenemos un sexto sentido—, no me quedaba más que confiar en la intuición de mi futura suegra. Mi mamá de alguna manera también influía ya que, según ella, siempre he sido muy aprensiva.

Ahora las redes sociales y los celulares facilitan la comunicación, en los años ochenta las llamadas de larga distancia eran tan costosas como una cena navideña. “Te tienes que ir acostumbrando si vas a ser la esposa de un médico. Veme a mí que estoy casada con uno, siempre estoy sola”, me decía su hermana. Sus palabras lograban tranquilizarme, aunque no por mucho tiempo. Cuando Enrique se fue a estudiar su especialidad en nefrología en el Instituto Nacional de Nutrición, prometimos escribirnos todas las noches, ninguno calculó la lentitud del correo y que, por supuesto, las cartas tardaban días, o a veces semanas, en llegar y a veces llegaban en desorden —en más de dos años llegué a acumular como setecientas cartas y postales.

Aquel 24 de diciembre de 1983, habíamos perdido el contacto con mi novio desde varios días antes. Lo que me pareció extraño es que en una fecha tan significativa para nosotros, no hubiéramos recibido aunque fuera una llamada de él. Conocíamos su intrepidez, a veces cuando tenía dos días libres en el hospital, tomaba su Caribe rojo y en menos de veinte horas ya estaba en Mérida. Su familia no puso en duda que esa noche pudiera llegar de sorpresa y así lo quise creer.

Esa Navidad, recuerdo que estrené un vestido escotado color palo de rosa que llevaba en la cintura un listón con una flor. La tarde la había pasado en el salón de belleza haciéndome rizos y pintándome las uñas del color de mi ropa. Mamá cocinó pavo relleno, ensalada de manzana y espagueti entomatado, yo preparé el flan desde el día anterior y unas trufas de nuez, no lo puedo olvidar. Por aquella época me dio por hacer postres con recetas que encontraba en las revistas o de las que tenía apuntadas de cuando tomé el taller de cocina en la secundaria. Antes de sentarnos a la mesa hablé a la casa de Enrique para felicitar a su familia, esperaba que me dijeran algo de él para no tener que preguntar, no quería parecer una neurótica a mis veinte años. Como si la señora me adivinara el pensamiento, dijo que existían dos posibilidades: que anduviera en carretera o que por los días navideños, cuando el personal sale de vacaciones en los hospitales, tuviera guardias y mucho trabajo. Lo sabía por su yerno.

Era el filo de la media noche cuando oímos la segunda campanada, teníamos que irnos a misa. Enrique no llegó. El tiempo en la iglesia de San Juan fue eterno, las oraciones me causaron ansiedad. Es verdad que siempre he sido nerviosa —o fatalista, como dicen mis amigas—, por lo que un mal presentimiento se incrustó en mi cerebro. Quizá se había arrepentido de la boda, pero eso no justificaba que ni su familia supiera de él, a menos que me lo estuvieran ocultando. Esa idea rondó por mi cabeza y convencí a mi papá para que fuéramos a su casa en la Colonia Alemán con el pretexto de llevarle su regalo a la mamá de Enrique, no estaba de más que estrecharan relaciones a dos meses de que se volvieran consuegros oficialmente. Con mucho esfuerzo accedió, aunque no sirvió de mucho, ya que Enrique no solo no estaba, sino que seguían sin tener noticias de él. Encontrarme en su espacio me dio cierta calma.

Amaneciendo el 28 de diciembre, recibí una llamada del esposo de su hermana —el médico—, me dijo que a su mujer y a su suegra las había dejado en el aeropuerto consiguiendo un vuelo a Ciudad de México. Enrique estaba muerto. La noticia me dejó muda. Lo primero que dije fue que esas bromas de Santos Inocentes son cardiacas. “No, no es broma”, confirmó. Quería hacerle tantas preguntas que las ideas se atropellaban sin poder hilar nada coherente. “Las noticias malas son las que llegan primero, es imposible que esta se haya retrasado tantos días”, repetí enajenada.

Lloré sin parar por semanas. A Enrique lo encontraron muerto en el cuarto de un monasterio del Centro Histórico donde se alojaba a un grupo de médicos. La familia no quiso volver a tener contacto con nosotros. Lo único que supe es que sus cenizas descansan en la iglesia de su colonia.

Tiempo después me quedé pensando qué habría pasado con mis cartas. Las de él las guardé por más de veinte años, las llevé conmigo en varias mudanzas hasta que decidí volverlas cenizas en la quema de un Año Viejo.

Mi vida ha dado muchos giros, después de treinta años lejos de mi ciudad para estas fechas, hoy me encuentro en el aeropuerto rumbo a Mérida para pasar la Navidad y asistir a Misa de Gallo en la parroquia del Sagrado Corazón de Jesús en la Colonia Alemán.

Aída López

Nació en Mérida, Yucatán. Está antologada en 'Caleidoscopio XIII' y es autora de 'Despedida a una musa y otras despedidas'.

AQ

LAS MÁS VISTAS

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.