Decía Ryszard Kapuściński que, antes de ser tangible, un nuevo estadío empieza por el lenguaje, que el terreno se prepara con palabras.
Desde hace unos días, cuando el índice de contagios y de fallecimientos ha empezado a descender, gracias al estricto confinamiento, el presidente de España no deja de repetir un concepto en cada una de sus comparecencias televisivas: la nueva normalidad.
Habla de una desescalada paulatina con miras a la reactivación económica (¿ocurrirá?) y de cambios en la forma de relacionarnos unos con otros, a los que conviene acostumbrarse para no provocar un rebrote de la enfermedad con sus devastadoras consecuencias.
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El concepto también domina a los presentadores y tertulianos de la tele (y de otros medios) que, ya se sabe, marcan la agenda de la conversación. Y entonces así, de pronto, parece que uno va asimilándolo y aceptándolo como lógico y oportuno y que, cuando se acabe el estado de alarma (¿ocurrirá?), es muy probable que todos sigamos los nuevos lineamientos al pie de la letra.
Se dice —ahora nadie se atreve a asegurar— que si llega el momento de finiquitar el encierro, habremos de “reinventarnos” para “convivir” con el virus, al tiempo que esbozan un nuevo paisaje (más bien ideal, quién sabe si práctico): la incorporación obligatoria del tapabocas a nuestro look diario, la preferencia por el teletrabajo o los turnos escalonados en las empresas y el teleaprendizaje o las clases presenciales cortas y con pocos alumnos (lugares a los que habrá que entrar con previa toma de la temperatura), la desaparición de las fiestas populares, el transporte público a medio gas y la abundancia de coches particulares, las mamparas de plástico transparente entre los comensales de los restaurantes y, en general, permanecer, hablar, caminar, viajar… siempre a dos metros de distancia de los demás.
¿Nuestra capacidad de reacción ante todo eso estará a la altura? Sobre todo: ese cambio de manera de ser, de relacionarnos, de vivir, ¿será mejor? A la par, ¿los políticos dejarán de hacer recortes presupuestarios a la sanidad pública? ¿Se le subirá el sueldo a los trabajadores que han evidenciado que son esenciales (médicos, farmacéuticos, cajeros de supermercados, transportistas de mercancías…) pero que siempre han sido los más precarizados? ¿Bajará el precio de las hipotecas y los alquileres? ¿Dejaremos de ser tan consumistas? Ante la brutal crisis económica, ¿el sistema volverá a rescatar a los bancos (igual que hace una década) o se ocupará, por fin, de los más vulnerables?
En realidad, ejem ejem, la nueva normalidad se vendrá abajo enseguida con nuestro círculo más cercano (¿alguien va a renunciar, así como así, a besar y a abrazar a sus seres más queridos?), pero en nuestro ámbito ampliado digamos que es muy probable que seamos más “japoneses” o más “nórdicos” o, en fin, más prudentes, fríos, reservados y aislados. Lo que antes, en nuestra esfera latina, era amabilidad, hospitalidad y calidez, pasará a ser irresponsabilidad ciudadana (“Valiente es el precavido, generoso es la persona que no te da la mano. Porque esta lucha es de todos, todos podemos prevenir”, dice la voz en off de un cansino anuncio durante estos días).
¿Cuánto tiempo tardaremos en volver a llenar conciertos, cines, teatros, museos, estadios, trenes, aviones, hoteles, parques, playas y centros comerciales? A ver: si no se demoran mucho en encontrar la vacuna, producirla a granel y distribuirla, puede que todo sea un breve paréntesis para, al instante, dar paso al desmadre de siempre (hasta que llegue la nueva pandemia, claro).
Mientras tanto, más vale tener cuidado. Porque si lo que podría parecernos anormal será lo normal, y si la normalidad tiene que ver con la rectitud, y si habrá que cumplir las nuevas normas y si, a su vez, las nuevas normas serán el nuevo patrón de moralidad y si, como se espera, los cambios se implementarán de abajo hacia arriba, para que no parezca algo autoritario, y si, de esta manera, la nueva vida cotidiana (aunque sea breve o pasajera) le inyecta a nuestras sociedades una alta dosis de darwinismo, moralina e intolerancia, pues… pueden correr peligro todos los derechos y libertades que hemos conseguido. ¡Échense ese trompo a la uña! De nada.
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