Como muchos otros, Eduardo Antonio Parra ha sucumbido al fulgor narrativo que propagan las historias nacidas de la violencia delincuencial en el norte de México. Pero, como muy pocos, ha sabido actuar literariamente, sin ánimo de vocero o denunciante.
Laberinto (Literatura Random House) refiere una noche, y esa noche se extiende hasta ocupar nueve años que bien podrían contener la debacle ocurrida en los últimos 50 años, cuando el narcotráfico impuso sus reglas. Esa noche revive en la mesa de una cantina en Monterrey luego de que dos sobrevivientes de El Edén —una pequeña ciudad que mira hacia Reynosa y Nuevo Laredo— vuelven a encontrarse para exponer su ruina y sus heridas.
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En la forma que Parra ha elegido para estimular la memoria está la vivacidad de su novela. El diálogo, que por momentos tiene mucho de confesión, avanza dando pequeños saltos hasta ejecutar un cuadro aterrador que se proyecta con una concisión estilística alimentada por un estudiado temperamento poético y por las modalidades de un habla proveniente de la resequedad y el calor. Hablar es contar y ese acto prevalece por encima de las atrocidades a las cuales los dos protagonistas se enfrentaron para convertirse en los únicos y maltrechos relatores de la destrucción de un lugar habitable a manos de dos grupos rivales —unos con sombrero texano, otros vestidos con uniforme militar— sin más propósito que el de servir al terror.
Parra tiene ojos y oídos para el tableteo de las ametralladoras, el llanto de las madres, el golpe del hacha sobre los cuerpos inertes, la avanzada de los motores rugientes, el temblor en la oscuridad, el espectáculo de las vísceras expuestas. Pero los tiene, sobre todo, para acercarse a la humanidad rota o deshecha en plena juventud. Más que en los fuegos de la violencia, se concentra en la naturaleza helada de sus personajes, sobrevivientes, es cierto, pero condenados a recordar la muerte en cada respiro.
Laberinto es también un asombroso ejercicio sobre la capacidad de la escritura para alargar el tiempo a su antojo. Las dos horas que resucitan frente a nuestros ojos se miden según el ritmo que cumplen las ánimas en el infierno: el de una eternidad doliente.
Eduardo Antonio Parra está de vuelta, y se muestra en plena forma.
ÁSS