Las venas del dragón

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Chantal Maillard ofrece una mirada a tres corrientes filosóficas orientales y sus aplicaciones prácticas, también, en Occidente.

Confucio, filósofo chino de la dinastía Zhou, 551-479 a. C. (Foto: Typhoonski | Dreamstime.com)
Armando González Torres
Ciudad de México /

Entre los extremos de la especialización académica o la banalización y mercantilización tipo new age, la apreciación de las principales fuentes espirituales y morales de Oriente tiende a volverse borrosa. En Las venas del dragón. Confucianismo, taoísmo y budismo, (Galaxia Gutenberg, 2021) Chantal Maillard hace una estimulante lectura del fermento sapiencial y ascético de estas familias de pensamiento, que tanto influyeron en China, y sopesa su utilidad en la vida contemporánea.

Maillard no es una sinóloga, sino una escritora omnívora e inclasificable y, por eso, su exposición no es la del erudito, ni la del reclutador de feligreses, sino la de la artista que ha incorporado en su existencia y su creación estas visiones. El confucianismo, el taoísmo y el budismo, aunque eventualmente han derivado en ortodoxias, son tradiciones abiertas, hechas de un complejo entramado de dichos, exégesis, paradojas y leyendas, que requieren ser complementadas por quien se acerca seriamente a ellas. Para Maillard, estas tradiciones tienen un mensaje perentorio en nuestros tiempos: el autodominio y la ecuanimidad como estilo de gobierno del confucianismo; la armonía con la naturaleza del taoísmo o el sentimiento de renuncia, relatividad y bondad del budismo son valores cuya mayor asimilación y difusión podría mostrar un necesario matiz a los modelos de pensamiento que pueden conducir a la catástrofe política, bélica y ambiental.

De Confucio, Maillard destaca su poética de la responsabilidad y la reciprocidad. Para el confucianismo, el conocimiento de sí mismo ayuda a estimular la prudencia, refrenar la ira y el orgullo y practicar el altruismo razonable, la parquedad en el hablar y la buena disposición. Además, el bien no se alcanza de manera aislada, sino en la interacción social y, por eso, el buen gobernante no es un santo o un mesías, sino alguien que sabe comportarse sensata y responsablemente y utilizar sus virtudes para promover la armonía. Del taoísmo, Maillard subraya su aguda conciencia de la sacralidad de la naturaleza y, también, su salida de la lógica para poder aprehender el cosmos en su carácter dinámico y cambiante. Del budismo, resalta su renuncia al amor propio y su práctica del desapego compasivo hacia todos los seres y las cosas.

En las tres escuelas, el individuo debe actuar de acuerdo al modo del universo, pues la realidad nunca cesa de cambiar y es menester practicar un virtuoso equilibrismo. Si el confucianismo pone énfasis en el cuerpo social y el gobierno, el taoísmo lo hace en la naturaleza y el budismo en el vacío. Sin necesidad de coincidir con la desconfianza de Maillard al pensamiento filosófico de Occidente, es indudable el valor y la utilidad que pueden tener estas ancestrales sabidurías para construir, como sugiere la autora, una ethopolítica y una ecofilosofía que impidan el desastre. Con todo, lo más inmediato resulta el encanto, el entusiasmo y el contento que transmite la escritura de Maillard.

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