De los libros contagiosos | Por Ana García Bergua

Husos y costumbres

Las historias de contagios podrían escribirse también como raras historias de amor, de llevarse algo del otro, de darle algo al otro, en este caso algo nada conveniente.

Los libros ya no se hojean: se leen las contratapas a través del plástico. (Foto: Nino Carè)
Ana García Bergua
Ciudad de México /

Recuerda la Librería Hamburgo, que estaba sobre Insurgentes, más o menos a la altura de Álvaro Obregón. Le gustaba recorrer la avenida en aquella época, toparse con la librería, hojear libros durante horas; conseguía ahí los de la colección Austral muy baratos, libros que la llamaban, la contagiaban de curiosidad con sus títulos antiguos: el Cerco de Numancia de Cervantes, las Cartas desde mi molino de Alphonse Daudet, las Cartas de Madame de Sévigné.

Se imagina caminando de nuevo, libre y alegre por Insurgentes, el día en que termine la cuarentena: muy elegante, quizá ataviada como de los años cuarenta, con tacones, sombrerito y velo, saludando de mano y de beso a muchos amigos, comprando libros y chucherías. Nunca usó sombrerito ni velo, y en los cuarenta ni había nacido, pero no le importa: es ropa de celebración, para cuando podamos salir de nuevo, dar besos y abrazos. Y también ropa del tiempo de la guerra; de algún modo estos son estos tiempos de guerra, se parecen un poco en el miedo.

Más cerca le quedan las librerías de Miguel Ángel de Quevedo, todas muy grandes y buenas, pero ahora es imposible ir. Desde luego que los libros ya no se hojean: se leen las contratapas a través del plástico, y podría ser que pescara el virus si lo hiciera: un virus de las manos de otro probable lector, que permaneciera en el traje plastificado del libro. Se lo llevaría a casa con todo e infección.

Las historias de contagios podrían escribirse también como raras historias de amor, de llevarse algo del otro, de darle algo al otro, en este caso algo nada conveniente. Y piensa que todos los libros han sido siempre contagiosos: el monje copista de El nombre de la rosa murió envenenado por un libro, pero en general contagian ideas, tentaciones, siembran en nuestra mente palabras e historias que no son las nuestras y se vuelven nuestras; es la suya una hermosa inoculación de humanidad.

Ahora, claro, y por amor a los otros, no debe salir a hojear libros, ni a leer contratapas: ¿será ya el fin del mundo? Evoca aquel episodio de la versión fílmica de La dimensión desconocida, donde el último hombre sobre la Tierra encuentra una biblioteca enorme y es inmensamente feliz porque, a pesar de estar solo, los libros lo acompañarán en lo que le reste de vida: ya no necesita a nadie más. Pero, ay, al pobre miope se le caen los lentes, sin querer los pisa y… Ella mira sus lentes de lectura: la graduación ha aumentado mucho en estos meses, y eso que nació mucho después de los años cuarenta. 

En su periplo imaginario por su antiguo Insurgentes, no sólo tendrá tacones, sombrero y velito; también gozará de una vista perfecta, a prueba de catástrofes.

SVS | ÁSS

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