Recuerda la Librería Hamburgo, que estaba sobre Insurgentes, más o menos a la altura de Álvaro Obregón. Le gustaba recorrer la avenida en aquella época, toparse con la librería, hojear libros durante horas; conseguía ahí los de la colección Austral muy baratos, libros que la llamaban, la contagiaban de curiosidad con sus títulos antiguos: el Cerco de Numancia de Cervantes, las Cartas desde mi molino de Alphonse Daudet, las Cartas de Madame de Sévigné.
Se imagina caminando de nuevo, libre y alegre por Insurgentes, el día en que termine la cuarentena: muy elegante, quizá ataviada como de los años cuarenta, con tacones, sombrerito y velo, saludando de mano y de beso a muchos amigos, comprando libros y chucherías. Nunca usó sombrerito ni velo, y en los cuarenta ni había nacido, pero no le importa: es ropa de celebración, para cuando podamos salir de nuevo, dar besos y abrazos. Y también ropa del tiempo de la guerra; de algún modo estos son estos tiempos de guerra, se parecen un poco en el miedo.
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Más cerca le quedan las librerías de Miguel Ángel de Quevedo, todas muy grandes y buenas, pero ahora es imposible ir. Desde luego que los libros ya no se hojean: se leen las contratapas a través del plástico, y podría ser que pescara el virus si lo hiciera: un virus de las manos de otro probable lector, que permaneciera en el traje plastificado del libro. Se lo llevaría a casa con todo e infección.
Las historias de contagios podrían escribirse también como raras historias de amor, de llevarse algo del otro, de darle algo al otro, en este caso algo nada conveniente. Y piensa que todos los libros han sido siempre contagiosos: el monje copista de El nombre de la rosa murió envenenado por un libro, pero en general contagian ideas, tentaciones, siembran en nuestra mente palabras e historias que no son las nuestras y se vuelven nuestras; es la suya una hermosa inoculación de humanidad.
Ahora, claro, y por amor a los otros, no debe salir a hojear libros, ni a leer contratapas: ¿será ya el fin del mundo? Evoca aquel episodio de la versión fílmica de La dimensión desconocida, donde el último hombre sobre la Tierra encuentra una biblioteca enorme y es inmensamente feliz porque, a pesar de estar solo, los libros lo acompañarán en lo que le reste de vida: ya no necesita a nadie más. Pero, ay, al pobre miope se le caen los lentes, sin querer los pisa y… Ella mira sus lentes de lectura: la graduación ha aumentado mucho en estos meses, y eso que nació mucho después de los años cuarenta.
En su periplo imaginario por su antiguo Insurgentes, no sólo tendrá tacones, sombrero y velito; también gozará de una vista perfecta, a prueba de catástrofes.
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