El zumbido irritante de los mosquitos no la deja dormir, pero no sólo eso: el tiempo que pasa buscándolos para matarlos, inútilmente. Los muy taimados se camuflan entre los libros, pareciera que duermen entre las sábanas de las páginas para salir en la noche a chupar sangre. Y ella, que es muy ciega, no los puede ver. No tienen, desde luego, la elegancia del conde Drácula, pero son irritantes e igualmente aterradores: cuánto tiempo pasaron los habitantes del puerto de Veracruz imaginando miasmas casi metafísicas a causa de la fiebre amarilla, hasta que se descubrió que el culpable era un mosco, pequeño pero palpable.
- Te recomendamos La burbuja onírica de Ramón Gómez de la Serna Laberinto
Durante este tiempo ha estado pensando en lo pequeño, en su gran poder. Esta cosa, por ejemplo, el virus nos tiene amarrados como a Gulliver los habitantes de Liliput; o peor aún, manoteando entre seres invisibles y dándonos manotazos entre nosotros. Como si papáramos moscas, papamos virus (feo verbo, papar, que en realidad significa comer). Qué angustia no saber dónde está, tener que limpiarlo todo y apartarnos de los otros para que no se nos pose adentro o afuera aquella máquina simplona y ciega que ni siquiera tiene la dignidad literaria de una bacteria, ya no digamos un insecto. Así lo pequeño es tanto más inalcanzable que lo enorme. Recuerda una película de los años sesenta que desarrollaba la fantasía de viajar a lo diminuto, El viaje fantástico, donde unos personajes navegaban en un submarino —el Proteus, que tiene el tamaño de una bacteria— por el torrente sanguíneo de un científico, el mismo que había descubierto el método de empequeñecimiento, para reparar su cerebro dañado.
Como curiosidad, Isaac Asimov escribió una novelización del argumento llamada también Fantastic Voyage la cual acompañó al estreno. Quizá no era una gran película, pero esta historia de aventuras intravenosa, que recorría el corazón, los pulmones y los oídos, presentaba una épica de lo pequeño, esa que se libra en los laboratorios sin que la podamos ver, más que en las fotografías y los recuentos que comparten los científicos. Una épica realmente sordina (o en sordina) sin gigantes, submarinos, ni tanques de guerra, pero con héroes y víctimas, muchas víctimas. Así, mientras unos científicos envían naves a Marte, otros exploran los cuerpos y ven donde el común no encuentra sino miasmas y espectros.
Pero hablaba de moscas y mosquitos. Otra película, The Fly, ésta de los años cincuenta, muestra a un científico que hace experimentos de teletransportación: al intentar lograrlo él mismo, una mosca entra en la cámara y sus átomos se mezclan. Así el hombre termina con cabeza de mosca. Quizá no es la misma historia, pero la moraleja es similar: hay que tener cuidado con lo pequeño.
ÁSS