Llaves | Por Ana García Bergua

Husos y costumbres | Nuestras columnistas

¿Por qué conservamos las llaves de lugares a los que no regresaremos?, se pregunta la autora. Será, quizás, que no nos hemos ido del todo.

"Las llaves se enmohecen como la memoria". (Foto: Silas Kohler | Unisplash)
Ana García Bergua
Ciudad de Mèxico /

No hay nada más extraño que las viejas llaves de lugares en los que vivimos antes y a los que nunca regresaremos. Guarda uno copias en un cajón, a saber por qué, y el metal adquiere una textura pastosa por el polvo y la falta de uso. A veces las probamos en alguna cerradura, pero nunca sirven. Igual mejor conservarlas: a saber por qué, tirar una llave al basurero es siempre un mensaje equívoco.

Las llaves se enmohecen como la memoria y al cabo del tiempo ahí siguen los manojos pesados y discretos en su pequeña penumbra, junto con las monedas de cinco centavos o diez pesos que dejaron de circular. Fierro viejo, intriga antigua, a la espera de que algo mágico suceda. Que las monedas cobren un valor de coleccionista, que las llaves abran otras puertas o candados ya inservibles por tanto óxido. ¿De quién son estas llaves?, pregunta alguien cada cierto tiempo, y nadie recuerda si eran de la casa antepasada, del viejo auto, de una reencarnación. O son las llaves perdidas que aparecieron demasiado tarde, cuando hubo que cambiar la cerradura, y vivieron por años y años en el limbo aquel de los calcetines y los aretes sin par. Quizá nunca nos terminamos de ir de los lugares y las llaves arrinconadas son la prueba, quizá las llaves nos dan la seguridad de nunca quedarnos afuera del todo, como los perros.

A veces he comprado llaves muy antiguas en los bazares, fuera porque me parecen bonitas, raras, fuera porque algo parecen contarme: llaves cilíndricas de hierro, candados con dibujos de flores, todos muy pesados, a sugerencia de portones, baúles, sombreros y espadas. Y me pregunto si alguien las perdió o las heredó junto con el tesoro que resguardaban. Las he puesto como adorno en el librero, aunque más bien son una presea: mi seña de propietaria de lugares invisibles, de prestigiosa antigüedad.

Quizá nadie comprará en el futuro las llaves de nuestras casas, más industriales, sin chiste, todas iguales, diferenciadas sólo en que unas tienen cabeza redonda, otras triangular y escalonada, como si pertenecieran a las mismas tres familias terratenientes; a veces, es cierto, lucen colores metálicos como de sinfonola. Menos aún permanecerán las llaves de los hoteles: tarjetas idénticas cuya memoria se borra con facilidad para evitar robos, como la de aquellos cuartos todos iguales.

Pero mis llaves viejas siguen ahí, en su penumbra llena de preguntas. Llaves de un pasado al que nunca se regresa; en ese caso, el olvido es una forma de salud. Quizá lleguen al librero de alguien más en el futuro, junto con mis monedas: alguien que entrará a su casa con la sola mirada y tampoco recordará cuántas puertas ha abierto y cerrado en su vida, igual que nosotros.

AQ

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