Sabotaje
Mayo de 1937. La Guerra Civil sigue su sangriento curso en España, pero lejos de los campos de batalla se combate entre las sombras. Una doble misión lleva a Lorenzo Falcó hasta París con el objetivo de intentar que el Guernica que está pintando Pablo Picasso no llegue a la Exposición Universal donde la República pretende conseguir apoyo internacional. Acostumbrado al peligro y a las situaciones límite, Falcó debe enfrentarse esta vez a un mundo en el que la lucha de ideas pretende imponerse sobre la acción. Un mundo que le es ajeno y al que aplicará sus propios métodos.
FRAGMENTO
Bajo la pérgola de la terraza se veían cinco manchas blancas y un punto rojo. Las manchas correspondían a la pechera y el cuello de una camisa, dos puños almidonados y un pañuelo que asomaba en el bolsillo superior de una chaqueta de smoking. El punto rojo era la brasa de un cigarrillo en los labios del hombre que permanecía inmóvil en la oscuridad.
Del interior llegaba sonido apagado de voces y música. Había una luna terciada, decreciente, que esmerilaba el mar negro y plateado frente a la playa, entre los destellos del faro situado a la derecha y la parte alta de la ciudad vieja, débilmente iluminada, a la izquierda.
Era una noche serena y cálida, sin apenas brisa. Casi a mediados de mayo.
Lorenzo Falcó apuró el cigarrillo antes de dejarlo caer y aplastarlo bajo la suela del zapato. Dirigió otro vistazo al mar y la playa en sombras y miró hacia la zona más oscura de ésta, donde en ese momento alguien encendía y apagaba tres veces una linterna. Tras confirmar la señal regresó al interior cruzando el salón desierto, decorado en cromo y laca carmín, donde entre apliques art déco los grandes espejos reflejaban el paso de su figura delgada, elegante y tranquila.
Había ambiente en la sala de juego, y Falcó dirigió una mirada a quienes se agrupaban en torno a las dieciocho mesas. En los últimos tiempos, la clientela del casino municipal había cambiado. De los agitados años de coches rápidos y frenesí de jazz, grandes de España, millonarios anglosajones, cocottes de lujo y aristócratas rusos en el exilio, Biarritz no retenía gran cosa. En Francia gobernaba el Frente Popular, los obreros tenían vacaciones pagadas, y quienes mordisqueaban un habano o alargaban el cuello rodeado de perlas, pendientes del chemin de fer o del trente et quarante, eran clase media acomodada que se codeaba con restos de otra época. Ya nadie hablaba de la temporada en Longchamp, el invierno en Saint-Moritz o la última locura de Schiaparelli, sino de la guerra de España, las amenazas de Hitler a Checoslovaquia, los patrones para confección casera de Marie Claire o la subida del precio de la carne.
Falcó localizó fácilmente al hombre a quien buscaba, pues éste no se había movido de la mesa de bacarrá: corpulento, con abundante pelo gris, vestía un smoking de muy buen corte. Continuaba junto a la misma mujer —su esposa—, y se inclinaba hacia ella para conversar en voz baja mientras jugueteaba con las fichas apiladas en el tapete verde. Parecía perder más que ganar, pero Falcó sabía que ese individuo podía permitírselo. En realidad podía permitirse casi todo, pues se llamaba Tasio Sologastúa y era uno de los hombres más ricos de Neguri, el barrio selecto y adinerado de Bilbao, corazón de la alta burguesía vasca.
Desvió la vista hacia la mesa contigua. Desde allí, de pie entre los curiosos, Malena Eizaguirre vigilaba de lejos al matrimonio. La mirada de Falcó se encontró con la suya, él hizo el gesto discreto de tocarse el reloj en la muñeca izquierda y ella asintió levemente. Con aire casual, Falcó fue a situarse a su lado. Cabello corto ondulado a la moda, ojos negros y grandes, Malena era atractiva sin excesos: algo regordeta, treinta años y facciones correctas, aunque su vestido de noche, un Madame Grès de chifón blanco drapeado, le daba un agradable aire clásico de remembranzas griegas.
—No se han movido de ahí —dijo ella.
—Ya veo... ¿La mujer ha perdido mucho?
—Lo habitual. Fichas de quince mil francos, una tras otra.
Compuso Falcó una mueca divertida. Edurne Lambarri de Sologastúa era muy aficionada al bacarrá, como a las joyas, a los abrigos de visón y a todo cuanto exigía gastar dinero. Igual que sus dos hijas, que a esas horas debían de estar bailando en el dancing del Miramar, como era su costumbre: Izaskun y Arancha, dos lindos y frívolos pimpollos vascongados. Miró de nuevo el reloj. Las once y veinte.
—No creo que tarden mucho en irse —concluyó.
—¿Está todo a punto?
—Telefoneé hace un rato y acabo de ver la señal —dirigió una lenta ojeada en torno—. ¿Has visto a los guardaespaldas?
Malena indicó con la barbilla a un fulano moreno, fuerte, con frente estrecha y nariz de púgil, enfundado en un smoking demasiado prieto en la cintura. Se mantenía algo retirado de la mesa de bacarrá, con la espalda apoyada en una columna, y miraba a Sologastúa con fidelidad de mastín.
—Sólo a ése. El otro debe de estar fuera, con el chofer.
—¿Dos coches, como siempre?
—Sí.
—Mejor. Cuantos más somos, más nos reímos.
La vio sonreír levemente, controlando bien los nervios.
—¿Siempre eres tan gamberro? ¿Todo lo tomas así?
—No siempre.
. Alfaguara, México, 2018.
Los hijos de R. R.
Un hombre paranoico quiere conocer la verdad oculta detrás de su infatigable huida. Un escritor dialoga con los retratos de los personajes que ha creado. El presidente de Finlandia, en cuyas manos está el destino de su país en guerra, escucha voces dentro de su cabeza, y no es porque esté loco, ¿o sí? Una antigua roomate se aparece en la vida de sus amigos sin un propósito aparente, pero las consecuencias de su visita los llevarán al horror.
Estas son solo algunas de las premisas de los cuentos reunidos en el presente volumen, una invitación a descubrir la extraordinaria capacidad de George R. R. Martin para concebir personajes y mundos que escapan a todo límite y categoría.
FRAGMENTO
Una noche de finales de octubre, cuando salía de casa para dar su paseo diario, Richard Cantling encontró un paquete apoyado en la puerta de entrada. Aquello lo contrarió. Le tenía dicho al cartero que tocara el timbre cuando le llevara cosas que no cupieran por la ranura del buzón, pero el hombre continuaba dejándole los paquetes en el porche, de donde cualquiera podía llevárselos tranquilamente. Aunque lo cierto era que no pasaba mucha gente por casa de Cantling, pues estaba bastante apartada, al final de una calle sin salida, en lo alto de los barrancos y casi oculta por una cortina de árboles. Aun así, siempre existía la posibilidad de que los estropearan la nieve o el viento.
Pero el enfado le duró poco. Por la forma del paquete, envuelto en basto papel de embalar y cuidadosamente cerrado con cinta aislante, resultaba evidente que se trataba de un cuadro. Y la mano que había escrito su dirección en mayúsculas con grueso rotulador verde era, sin lugar a dudas, la de Michelle. Otro autorretrato. Debía de estar arrepentida.
Estaba más sorprendido de lo que estaba dispuesto a admitir. Siempre había sido muy testarudo. Podía pasar años, incluso decenios, resentido por algo, y le costaba mucho reconocer sus errores. Michelle, su única hija, parecía haber heredado esos rasgos. No esperaba un gesto como aquel por su parte. Era…, en fin, bonito.
Soltó el bastón para poder meter el paquete a la casa y abrirlo al abrigo del viento húmedo y tempestuoso de octubre. Medía un metro de alto y era sorprendentemente pesado. Lo arrastró con torpeza, cerró la puerta de una patada y fue empujándolo por el largo vestíbulo hasta el estudio. Las cortinas cafés estaban cerradas y la sala estaba a oscuras y olía a polvo. Cantling tuvo que dejar el paquete para buscar a tientas el interruptor de la luz.
No había hecho mucha vida en el estudio desde la noche en que Michelle se había ido dando un portazo, dos meses atrás. Su autorretrato seguía colgado sobre la majestuosa chimenea de pizarra, que pedía a gritos un trapo. En las estanterías empotradas, sus novelas, encuadernadas en hermoso cuero oscuro, estaban desordenadas y polvorientas. Cantling miró el viejo cuadro y sintió una breve oleada de rabia que dejó a su paso una resaca de tristeza. Había sido tan feo por su parte… El retrato era bastante bueno, la verdad; para su gusto, mucho mejor que las atormentadas piezas abstractas que a Michelle tanto le gustaba pintar en sus ratos libres y las trilladas cubiertas de libros de bolsillo con las que se ganaba la vida. Lo había hecho cuando tenía veinte años, como regalo de cumpleaños para él, y siempre le había tenido mucho cariño. Ninguna fotografía había captado tan bien no solo sus facciones (los pómulos altos y marcados, los ojos azules, el cabello rizado de color rubio ceniza), sino también su personalidad. ¡Tenía un aspecto tan juvenil, lozano y seguro! Y la sonrisa le recordaba enormemente a la de Helen, sobre todo en el día de su boda… Más de una vez le había dicho a Michelle cuánto le gustaba esa sonrisa.
Por eso había empezado por ella. Michelle tomó un puñal de la colección antigua de su padre y, con saña, arrancó la boca de cuatro puñaladas. Después le sacó los ojos, grandes y azules, como queriendo cegar el retrato. Cuando él entró corriendo en el estudio, ella ya estaba despedazando el lienzo con furiosos tajos, largos y tortuosos. Cantling no podía olvidar aquel terrible momento. ¿Cómo podía hacerle eso a su propia obra? No le cabía en la cabeza. Trató de imaginarse destrozando un libro suyo, de comprender qué podía llevar a alguien a cometer semejante acto, pero no pudo. Le resultaba impensable, inconcebible.
George R. Martin: Retratos de sus hijos.
Plaza Janés, México, 2018.
Historia con raíces
Milenios antes de que la humanidad diese forma a nuestro planeta, gran parte de la superficie terrestre se encontraba cubierta por bosques vírgenes. Los seres humanos, siempre atentos a la conducta de las plantas (en algunos casos enormes) que crecían a su alrededor, les atribuyeron todo tipo de asociaciones y propiedades míticas. Fue el caso de ejemplares de latitudes septentrionales, como el aliso, el fresno, el roble y el olmo, y de especies tropicales y subtropicales notables, como el ébano y el baobab.
Kingsbury explica las asociaciones tradicionales de 150 árboles y describe las propiedades culinarias, medicinales, cosméticas y espirituales, entre otras, de su madera, corteza, frutos y hojas. Junto a especies más comunes se tratan otras exóticas que proporcionan sándalo, incienso y mirra; frutales, como el papayo y el granado, y árboles con propiedades antibacterianas, antifúngicas, antiparasitarias y antiinflamatorias. Este fascinante libro recupera historias tradicionales y creencias olvidadas en torno a los árboles, y explica por qué continúan fascinándonos y formando parte de nuestros rituales.
Blume, España, 2018.
—G. O.