Un acaudalado empresario catalán quiso codearse en Madrid con la “gente de bien”, es decir, con otros empresarios, y por eso organizó una cacería en la sierra. Ahí, entre los matorrales, no tardó en aflorar la verdadera cara de las clases altas en el tardofranquismo español. O sea: la mediocridad, la mezquindad y el desgaste, que se consolidarían con la muerte del dictador. Más de una década después, a la corrupción y el tráfico de influencias les dio por desfilar dentro de una cárcel valenciana que celebraba su Día de Puertas Abiertas con invitados de excepción que, al final, ejem, se vieron obligados a quedarse encerrados ahí. Estos son los argumentos de La escopeta nacional y de Todos a la cárcel, dos de las películas del director Luis García Berlanga, pero bien podrían ser el resumen de la España contemporánea.
La verdad es que a Berlanga se le daban bien dos cosas: exhibir y criticar con humor a la sociedad de su país y torear con elegancia a la censura franquista (que intentó limitarlo durante buena parte de su carrera). Era un experto en armar tragicomedias, sainetes y esperpentos audiovisuales, en tono jocoserio o lúgubre o delirante, para reflejar lo real e hiperreal, lo agridulce y lo conmovedor, la miseria y la ternura de la perra vida cotidiana o lo cruel y divertido de la dictadura chapucera o de la democracia corrompida. Lo compruebo mientras me adentro en la exposición que, con motivo del centenario de su natalicio, recorre su trayectoria en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en el achicharrante centro de Madrid (¡Ay, qué caló, quillo! ¡Ay, la caló!).
Berlanguiano. Luis García Berlanga (1921-2021) reúne videos, fotografías, guiones, carteles y planes de rodaje del cineasta valenciano, alternados con instantáneas de la España del siglo XX, captadas por fotógrafos nacionales e internacionales. Es, en efecto, la fiel representación del mundillo berlanguiano (término que la RAE incluyó en el diccionario el pasado mes de noviembre, pues lleva años utilizándose para hablar del comportamiento pícaro, ventajista y malogrado, siempre apoyado en el humor, del típico ciudadano español que se ve envuelto en situaciones absurdas, cáusticas o grotescas).
No obstante, todo hay que decirlo, a la muestra le hace falta ahondar más en la afición erotómanadel también creador del premio La Sonrisa Vertical de la editorial Tusquets. Cuentan quienes lo conocieron que era poseedor de una voluminosa colección de películas y revistas porno y un militante entusiasta del fetichismo y del sadomasoquismo. En este ilustre edificio, francamente esperaba ver en abundancia lo que tan bien describe Guillermina Royo-Villanova en Tamaño natural. El erotismo berlanguiano (Renacimiento): “Por el cosmos fetichista del director desfilan medias, ligueros, sedas, zapatos o lencería, un universo donde sin duda el tacón de aguja es el rey. La fama de fetichista que le persigue es enriquecida por sus comentarios públicos en una época en la que estos temas eran tabú. (…) En concreto admira el bondage y la inmovilización, ese virtuoso arte de atar a la mujer y esposarla sin hacerle daño.” Bueno, pues aquí poco hay de eso. ¡Y yo con estos calores, carajo!
Confieso que no había oído hablar de Berlanga hasta que llegué a España (no sé por qué en México no es tan popular o por qué mi grado de ignorancia era extremo). Acababa de empezar las clases del máster de radio que me trajo aquí, en el otoño de 2010, cuando irrumpió la noticia de su muerte y se desataron los elogios a su obra. Entonces comencé a adentrarme en sus películas. Primero vi Plácido, la síntesis de la hipocresía de una campaña franquista (“Esta Nochebuena siente un pobre a su mesa”), y enseguida Bienvenido, Mister Marshall, el reflejo de la España hambrienta que los gringos ignoraron (hasta que, claro, muchos años después, Mamá Unión Europea la hizo prosperar).
Fue muy fácil convertirme en un admirador de Berlanga. Porque con cada una de sus películas me contó la historia reciente de este país y, sobre todo, la esencia de su gente. Y porque la estructura de su manera de narrar cada una de sus historias (casi siempre en complicidad con el guionista Rafael Azcona, no hay que olvidarlo) te zarandea y abofetea sin pudor con la puta realidad, pero al final te conmueve y/o te divierte.
AQ