Siempre que la costumbre y la zona de confort instalan sus dominios, se cree que ya no se puede hacer más, que el horizonte tiene límites.
La apuesta de Lunuli, amuletos elementales (Verso Destierro, 2024), de Pamela González, nos remite al origen y rememora una décima de Villaurrutia: “Si en todas partes estás,/ en el agua y en la tierra,/ en el aire que me encierra/ y en el incendio voraz;/ y si a todas partes vas/ conmigo en el pensamiento,/ en el soplo de mi aliento/ y en mi sangre confundida,/ ¿no serás, Muerte, en mi vida,/ agua, fuego, polvo y viento?”
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Lunuli es un manifiesto contra la anestesia de la poesía actual. Los poetas —no generalizo— se copian entre sí, y son la copia de la copia de la copia en una erosionada tradición que pareciera haber agotado sus manantiales de belleza.
Entre muchos otros temas, Los amuletos elementales de este volumen ofertan sobre la mesa sus poderes de evocación.
En este poemario se violenta el lenguaje, se remueve la costumbre, esto fue lícito para el creacionismo de Huidobro y el viaje en paracaídas, también para el modernismo de Rubén Darío cuando dijo “este viento vagabundo lleva las alas entumidas”, y para Baudelaire, cuando descubrió que “la modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, la contingencia, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable”.
En estas páginas lo incidental es permanente, tal como lo evidencia el poema “Charco”: “Me precipito/ hay un bosque en la fisura del pavimento/ caigo como el follaje del sauce/ buscando el rostro que en el espejo mengua/ ¿Por qué con la boca negué los ojos?/ Ondulo de la raíz a la rama/ el viento curva mi cuerpo pero no lo rompe/ Soy una hoja que acaricia la superficie/ creada por la luz que fulgurante baila/ uniforme por reiteración, es cristalina/ ni emociona, ni quebranta./ Bajo mi tacto las ondas se expanden;/ los círculos se persiguen unos a otros/ hasta eclipsar/ su dominio es frágil, fugaz es la fuerza./ En la intemperie del roce tendrá grietas toda superficie/ como los labios, como la mirada./ Por eso en cada bache hay otro mundo/despierto/ para quien tropieza”.
En La diosa blanca de Robert Graves la tesis principal “es que el lenguaje del mito poético (…) era un lenguaje mágico vinculado a ceremonias religiosas populares en honor de la diosa Luna, o Musa (…) y que este sigue siendo el lenguaje de la verdadera poesía”, la poesía de este siglo sigue ligada al mito, sigue correspondiendo a su origen, la metáfora persistente se perpetúa en el eco de sus voces.
Dice la autora en el poema “Ágape”: “Te entregaste a mí/ como un lobo buscando a su luna/ intuitivo/ mero instinto al servicio de la fortuna/ del rastro sembrado en el aroma marino/ de una perla entre los labios menores/ cuyo resplandor lúbrico/ emana profecías de los astros mayores”.
Los amuletos elementales también son una compilación de rituales donde la palabra se asocia con la magia, es decir, con el poder de la palabra que crea la realidad, a la cual desmenuza y transmuta.
Si la poesía es contar y cantar, como la entendió Paz, la poesía de Pamela González cuenta su propia historia. No a la manera de los formalistas rusos, quienes propugnaron por la literatura libre de anécdotas y biografías. Tanto la biografía como la obra, hoy lo sabemos, valen el oro de los tigres pero, hay que decirlo, también es un oficio donde se pone a la intemperie la palabra del bardo, “la poesía y el toreo son artes de exponer”, insiste Paz.
Cito un ritual del libro: “Besas las lúnulas de mis dedos y repartes/ cinco para mí, cinco para ti/ ofreces tus manos y beso,/ cinco para ti, cinco para mí/ me demoro en los pulgares/ porque los dos vimos el agua iluminada,/ líquido que relumbra en oscuridad plena/ y es lenguaje de las criaturas nocturnas/ Cintilamos en laguna de tres aguas/ marina/ dulce y subterránea/ oscuras en reposo, plateadas cuando despiertan,/ lo ambarino se mezcló con lo azulado/ tras los manglares verdeamos/ verdeamor/ reverdecemos”.
Este poemario es, asimismo, una organización del pesimismo del que habló Walter Benjamin, una reivindicación de los propósitos de los que nos antecedieron, una reunión con nuestros antepasados alrededor de la hoguera donde el poema se desdobla como una cauda de gemas.
El poeta, la poeta, es quien “les construye un templo en el oído”, la usuaria del habla primigenia, de la primera sabiduría: posee “el don de apoderarse de las cosas mediante inesperados bautismos”.
Si “toda creación del espíritu es ante todo poética”, como quería Saint-John Perse, también es lícito citar a Heidegger cuando coloca la primera piedra diciendo que “la poesía es la fundación del ser por la palabra”.
La poesía también es experiencia, síntesis y conclusión, la poeta de visión se hace presente. Desde Aristóteles sabemos que el hombre es “un animal político”, y los poetas no son la excepción. A riesgo de parecer ignorada, la autora alza la voz en medio de un desierto de siglos donde el varón ha dictado el canon literario. Escribe, sabe, como Wislawa Symborska, que “escribir es la venganza de una mano mortal”.
AQ