Manuel Puig, el novelista pop

Café Madrid

Fallecido hace 30 años, el argentino fue una figura fascinante que reinventó la literatura a partir de las películas, los teleteatros y las canciones populares.

Manuel Puig, autor de novelas como 'Boquitas pintadas' y 'El beso de la mujer araña'. (Montaje digital: Ángel Soto)
Víctor Núñez Jaime
Madrid /

Nacer y crecer en un hogar sin libros tiene, entre otras desventajas, descubrir “tarde” a varios autores. Llega el día, sin embargo, en que aparece un hada, le haces caso y te adentras en un nuevo espacio literario. Ocurrió cuando Nélida Piñón “me presentó” al argentino Manuel Puig. Hablábamos sobre la pasión cinéfila de algunos escritores, como Guillermo Cabrera Infante, como Terenci Moix (quien, por cierto, con sus Mujersísimas y Chulas y famosas me partió de risa) y entonces Nélida evocó a su amigo Manuel Puig, que vivió durante varios años muy cerca de su casa en Río de Janeiro.

“No he conocido a alguien con más pasión por el cine, y sus divas, que Manuel Puig. De hecho, sin el cine, tal vez él no hubiese escrito nunca. Y, oye, ¡era tan divertido! Organizaba una cena y, a los postres, se disculpaba: ‘ahora vuelvo’. Un rato después aparecía vestido y maquillado como Marlene Dietrich y la imitaba muy pero que muy bien. Lo hacía en Río y en Cuernavaca, ¿no sabías que también vivió en México?”.

No lo sabía, pero gracias a Nélida me puse a investigar y a disfrutar enseguida de un puñado de novelas llenas de una frivolidad tan profunda como de estilo cautivador. Lo recuerdo ahora porque el pasado miércoles 22 de julio se cumplieron 30 años de su muerte. Después de leer Boquitas pintadas y La traición de Rita Hayworth quise saber más sobre este hombre nacido el Día de los Santos Inocentes y me adentré en Manuel Puig y la mujer araña (Seix Barral), de su biógrafa y traductora al inglés Suzanne Jill Levine, un libro que Mario Vargas Llosa calificó de “fascinante e indispensable”.

Puig nació en un pueblo polvoriento y olvidado en La Pampa argentina, empezó a ir al cine a los tres años, coleccionaba recortes con chismes y fotos de las estrellas de la época dorada de Hollywood, estudió dirección cinematográfica en Roma y poco después quiso escribir el guión de una película. Le faltaba espacio y mejor hizo una novela. Comenzó a publicar sin mucho éxito y por eso tuvo que trabajar de azafato en Air France. Las cosas fueron mejor cuando la crítica se dio cuenta de su escritura vanguardista y sus días transcurrieron en varias ciudades de Europa y América (a veces por gusto, a veces como parte de un autoexilio).

“Lo que hizo de Manuel Puig una figura fascinante en la moderna literatura latinoamericana”, señala Suzanne Jill Levine, “fue que se trata del primer novelista pop en el continente. Reinventó la literatura a partir de la cultura no literaria. Comprendió cómo las películas, los teleteatros y las canciones populares manipulan seductoramente nuestros corazones y mentes, cómo el lenguaje de los melodramas en la radio y en las películas programaban tanto a los intelectuales como a las amas de casa. Moldeó su narrativa a partir de lo provisorio, lo devaluado y, aunque como muchos escritores, siempre estaba creándose a sí mismo, aquel ser era más un niño de celuloide que un hombre de letras. Era el escritor como imitador juguetón”.

Un día el propio Vargas Llosa dijo que el argentino “escribía como Corín Tellado” y que, por eso, no merecía un premio como el Biblioteca Breve. No tardó en arrepentirse, sobre todo después de los halagos que le hacían colegas como Cabrera Infante o Ricardo Piglia: “Puig fue más allá de la vanguardia. Demostró que la renovación técnica y la experimentación no son contradictorias con las formas populares. Su gran tema es el modo en que la cultura de masas educa los sentimientos”. Pero hay que decir que no todo en las novelas de Manuel Puig es rosa. También hay discurso revolucionario, violencia y sordidez (ahí están The Buenos Aires Affair, El beso de la mujer araña o Sangre de amor correspondido). A mí me fascina la oralidad que recorre toda su obra. Es como si siempre se hubiese limitado a transcribir, y no a inventar, voces y diálogos. Y ahí reside la vivacidad de sus textos.

Tomás Eloy Martínez también lo conoció muy bien (“me confiaba cosas sobre sus novios, todos casados y muy varoniles y casi siempre obreros”). Poco después de publicarse Boquitas pintadas, novela que Tomás había “medio editado”, pues Puig le pasaba cada capítulo recién terminado, le escuchó decir una profecía: “Creen que soy un best seller pasajero, no un escritor. Pero, mirá vos, me va a pasar lo mismo que a Roberto Arlt: quienes cavan mi tumba son los mismos que luego me ensalzarán”. Y así ocurrió.

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