El color de la sangre entra por los cristales rojos de la habitación negra en “La máscara de la muerte roja”. Desde hace años ese ha sido uno de mis cuentos preferidos de Edgar Allan Poe, atraída por esta idea de las habitaciones de colores, una fantasía tan extravagante y rica que le gana en ingenio y belleza a la trama, previsible desde nuestra época. Por ellas deambulan los invitados de Próspero, recluidos desde hace meses en su abadía, esperando a que afuera se extinga la peste. En el festejo del príncipe, todos ellos portan máscaras y disfraces, y deambulan alegremente por aquellas habitaciones —les decía— decoradas en azul, amarillo, verde, púrpura, con sus vitrales que dejan pasar la luz de aquellos colores.
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Una suerte de carnaval de Venecia o Decamerón, máscaras incluidas, como aquellas que usaban los médicos para protegerse de los contagios y que los hacían parecer extraños pájaros perfumados, debido a las hierbas que guardaban en el pico de la máscara para evadir el hedor de sus enfermos. Pero cuando la Muerte aparece en el festejo de Próspero lo hace, de manera inverosímil y chocante para el príncipe y sus invitados, disfrazada de mortaja ensangrentada y sin máscara, pues ese es su verdadero aspecto: ¿y cómo desenmascarar a la muerte, la que nos reduce a los huesos, si en realidad encima de ellos todos somos máscaras?
Y es ahora la nuestra, de nuevo, una dolorosa época de peste y máscaras o más bien de mascarillas y caretas. Para evadir su triste propósito, el de protegernos del contagio y de la muerte, cada vez las usamos más coloridas e ingeniosas: a nuestra manera hacemos mascarada y carnaval de la tragedia porque no nos queda otra, para sobrevivir tenemos que protegernos y a la vez evadirnos por habitaciones de colores. He visto mascarillas de lo más engañosas, pintadas con vitales sonrisas de calavera o con bocas que buscan imitar el rostro perdido de sus portadores. Pero, curiouser and curiouser, quienes se niegan a portar la máscara son, como en el cuento de Edgar Allan Poe, los que podrían traer la muerte a cuestas, expelerla en gotículas habladoras y sin barrera. Me extraña el afán de algunos políticos y muchos ciudadanos —justo los más vociferantes— por no enmascararse: ¿qué es lo que temen que la mascarilla desenmascare? ¿O será que su rostro de siempre es una máscara cuidadosamente preparada, su persona, dirían los griegos, y el fragmento de tela que cubre nariz y boca arruinará el efecto? ¿Cómo saber?
Uno diría que en épocas de virtualidad somos amantes del anonimato, de disfrazarnos incluso en el ciberespacio donde nadie nos ve, pero hay quien necesita mostrarse, por fuerza, para demostrarse.
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