La amistad extrema

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A pesar de las enormes diferencias entre Michel de Montaigne y Étienne La Boétie, ocurrió entre ellos un reconocimiento de almas destinadas a fundirse.

Montaigne y Etienne de la Boétie, grabado de la publicación mensual "Mosaic du Midi" de 1839. (Wikimedia Commons)
Armando González Torres
Ciudad de México /

Cuando, hacia 1557, Michel de Montaigne y Étienne La Boétie se conocen en persona, las diferencias entre ellos parecen abismales para producir una amistad: La Boétie es un huérfano educado por su tío y un hombre hecho por su propio esfuerzo; tiene fama de severo y ascético y está casado con una viuda mayor que él. Por lo demás, es una joven promesa que, aparte de su prestigio como jurista, ya ha deslumbrado circulando entre sus conocidos sus escritos políticos, sus traducciones y su poesía.

Por su parte, Montaigne se jacta de ser el hijo de una familia noble y pudiente, es soltero y disoluto, pese a su magnífica formación no muestra una vocación intelectual definida y apenas comienza una titubeante carrera burocrática. Pese a estas diferencias, entre ellos ocurre un embeleso, un reconocimiento de almas destinadas a fundirse. “Y en el primer encuentro, que se produjo por azar en una gran fiesta y reunión ciudadana, nos resultamos tan unidos, tan conocidos, tan ligados entre nosotros, que desde entonces nada nos fue tan próximo como el uno al otro”. Desgraciadamente, la fusión amistosa, de esas tan perfectas que según Montaigne sólo se producen cada tres siglos, fue interrumpida a los pocos años por una peste que se llevó a La Boétie.

En De la amistad extrema, Montaigne y La Boétie, (Madrid, Ariel, 2016) Jean-Luc Hennig indaga en la inflamada y enigmática relación entre estos dos hombres. No se sabe hasta dónde llegó la intimidad entre ellos, pero Hennig asegura que la idealización de la amistad ocurre precisamente después de la muerte de la Boétie, cuando Montaigne cobra atribulada conciencia de la desaparición de su amigo, busca divulgar (de manera arbitraria) la obra del difunto y, sobre todo, se apresta a perpetuar su charla inventando un nuevo género conversacional: el ensayo.

Frente a la impetuosidad de un amor exigente e integral que el voluble y libérrimo Montaigne tuvo reticencias para corresponder, los sentimientos de pérdida y de culpa se combinan para que el ensayista eleve a rango mítico la amistad truncada por la muerte. Por lo demás, la brevedad de este vínculo evito su eventual desgaste por la polarización política de la época, por los celos profesionales o por la aparición de otras personas. Hennig lee en clave los pocos testimonios, no debidos a Montaigne, que subsisten de la relación: por ejemplo, los poemas amorosos que escribió La Boétie a una misteriosa mujer y se pregunta si no pudieran ser una forma subrepticia de cortejar a Montaigne. Igualmente, sugiere que la publicación de estos poemas pudiera ser una forma de complacencia de Montaigne que busca recordar la pasión que inspiró a su amigo.

Llena de especulaciones de color, pero también de intuiciones sobre el contexto y tradición de los dos grandes escritores, esta acuciosa pesquisa detectivesca hace evidente lo más importante que: “Sin la muerte de La Boétie, posiblemente no tendríamos los Ensayos y sin duda tampoco la amistad sublime que nos describe”.

AQ

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