Miguel Delibes (1920-2010) tenía 20 años cuando descubrió “la belleza de la palabra” en un gordo manual de Derecho Mercantil escrito por Joaquín Garrigues, un afamado profesor de la materia que con sus entretenidas explicaciones era capaz de captar la atención del lector más neófito o desinteresado. El libro —amarillento, manido, subrayado y anotado por su dueño— se encuentra estos días en una de las vitrinas que componen Delibes, la exposición con la que la Biblioteca Nacional de España celebra el centenario del nacimiento de uno de los más grandes retratistas literarios del mundo rural hispano. “Garrigues consiguió seducirme con sus múltiples combinaciones de palabras”, dice una placa entrecomillada junto a la reliquia bien iluminada, “y logró ganarme para un ámbito, el de las letras, en el que hasta entonces yo no había soñado entrar”.
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Es la primera vez que recorro una muestra con tapabocas, en una sala enorme — apestosa a gel desinfectante y con el aire acondicionado a la máxima potencia—, en total silencio y con muy pocas personas a mi alrededor, por aquello de guardar la “distancia de seguridad”. Para poder hacerlo, antes tuve que pedir cita a través de la web de la Biblioteca, llegar puntualmente el día y la hora señalados, con el compromiso de no permanecer más de 60 minutos dentro del lugar, y permitir que en la entrada un vigilante me tomara la temperatura con una pistola-termómetro. Es la “nueva normalidad”, previa al reconfinamiento que, dentro de nada, nos volverán a imponer por ser la ciudad que tiene más personas contagiadas de covid-19 en toda Europa.
Es difícil abstraerse de esa puta realidad, pero la sombra del autor de El príncipe destronado es alargada y consigue envolver al visitante durante un rato. Al cruzar la puerta, nos recibe el retrato de su esposa, Ángeles de Castro, una elegante mujer vestida de rojo sobre un fondo gris (de ahí el título de uno de sus libros más célebres), junto a una máquina de escribir portátil —color gris rata, marca Hermes Baby— que ella le regaló el 23 de abril de 1946, Día del Libro y día de su boda. Fue Ángeles, de hecho, quien lo animó a escribir y a leer a los clásicos. Y él le hizo caso. Además de hacer caricaturas para El Norte de Castilla, empezó a encargarse de las críticas de cine del periódico y, en el papel sobrante de las bobinas de la rotativa, escribió La sombra del ciprés es alargada, novela con la que ganó el Premio Nadal e inauguró su carrera literaria.
Miguel Delibes siempre escribía a mano, en papel periódico y con tinta azul. Corregía y luego pasaba todo a máquina. Entonces volvía a corregir el mecanuscrito y enseguida se sentaba a aporrear la máquina una vez más. Enviaba el puñado de hojas pulidas a su editor y más tarde, sobre las galeradas, realizaba otra corrección. Todo lo hacía en una vieja mesa de madera que, por supuesto, está aquí expuesta, rodeada por manuscritos de varios de sus libros, cuyos primeros párrafos son leídos en una grabación por el actor José Sacristán. A continuación hay un puñado de fotografías que reflejan los viajes del escritor: Hamburgo, París, Maryland, Praga (donde vivió —y contó— la mítica primavera de 1968)… También los pueblos de Castilla, que él recorría para quedarse con el habla de los lugareños y con la imagen de sus paisajes y animales. ¿Qué sería de Delibes sin su vieja y provinciana Castilla?
Hay también muchas cartas porque, dicen, era muy tímido y huraño y más que hacer visitas o llamadas telefónicas prefería escribir cartas. Algunas de ellas están dirigidas a sus colegas Ana María Matute, Francisco Umbral o Camilo José Cela. Luego, entre muchas otras piezas, se encuentran los carteles de las obras de teatro y películas basadas en sus novelas —Lola Herrera en Cinco horas con Mario y Paco Rabal en Los santos inocentes— y algunos de sus premios —el Príncipe de Asturias de las Letras y el Cervantes— y, para acabar, su retrato más conocido, pintado por John Ulbricht, que presidía la sala de su casa: el enorme rostro de don Miguel enjuto, orejón y hosco.
Salí de la exposición con una sensación rara, como poseído por la atmósfera existencialista de las novelas de Delibes y, en consecuencia, con miedo y sin fe para enfrentarme a un universo absurdo, imperfecto y miserable que, desde hace unos meses, nos restriega en la cara nuestros propios límites.
AQ | ÁSS