Cuando Miguel Gila nació, su madre no estaba en casa. Había ido a pedirle perejil a una vecina y, al volver, el nene le abrió la puerta y le soltó: “¡Mamá, que ya he nacido!” La mujer, entre sorprendida y enfadada, sólo atinó a decirle: “Que sea la última vez que naces solo”. El bebé hubiera preferido nacer en invierno, porque le gustaba mucho la nieve, pero como su familia era muy pobre y no tenía calefacción, esperó a que llegara el mes de mayo. También hubiera querido nacer en Logroño, pero como su madre vivía en Madrid no quiso hacerle el feo. Se crio en una buhardilla y su abuela le decía que el vecino de arriba era Dios.
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Cuando apenas había aprendido a leer y escribir, el niño tuvo que dejar el colegio para ponerse a trabajar. Primero estuvo en una fábrica de café y chocolate y luego en un taller mecánico. Algunas noches se daba tiempo para ir a la Escuela de Artes y Oficios y estudiar dibujo lineal. Al estallar la Guerra Civil, lo llamaron para que formara parte del Quinto Regimiento republicano, más conocido como “La Quinta del Biberón”, porque sus integrantes eran menores de edad, el cual no tardó en sucumbir ante los Nacionales. Una noche de lluvia, el pelotón de fusilamiento lo llevó a él y a otros de sus compañeros a una ladera. Los soldados estaban borrachos, llenos de júbilo y carcajadas, pero aun así dispararon. A él no lo alcanzó ningún balazo, se tumbó al suelo, se hizo el muerto y se levantó cuando ya no escuchó ningún ruido.
Se salvó de la muerte, pero al poco tiempo volvieron a capturarlo. De un campo de concentración pasó a una cárcel y en 1939, al acabar la guerra, lo liberaron. Así que, dice, fue “un joven de una generación en la que el hambre, las humillaciones y los miedos eran los alimentos del día a día”. Un amigo lo invitó a trabajar a Radio Zamora y, más tarde, se animó a enviar las viñetas que hacía a las revistas satíricas La Codorniz y Hermano Lobo. En 1951 se subió por primera vez a un escenario, con un monólogo humorístico sobre su experiencia en la guerra. Al público le gustó y él se propuso seguir actuando. Buscó una pareja para interactuar sobre las tablas pero no encontró a alguien dispuesto a ser fijo. Pensó entonces usar un teléfono y, al instante, sus disparatados diálogos fingidos se convirtieron en los propulsores de las carcajadas en el siglo XX español:
“—¿Es el enemigo? ¡Que se ponga!
“—…
“—¿El enemigo? Oiga, ¿ustedes podrían parar la guerra un momento? Es que esta tarde hay futbol.
“—…
“—Ya. Pero es que ni siquiera tenemos tanques. Estamos usando unos coches modelo 600, con enanos dentro que van insultando al enemigo sin parar. No matan, pero desmoralizan.
“—….
“—¿Yo? Uy, no es por chulearme, ¡pero cómo mato yo! Mato muy bien. Un día, en un combate, voy, le pego un tiro a uno, y me dice: ‘¡Que me has dao!’ Y le digo: ‘¡pues no seas enemigo! ¿Qué quieres, que te de un beso?’ Y dice: ‘Pero es que me has hecho un agujero’. Y le digo: ‘Pues ponte un corcho’. Y dice: ‘¿Y con qué tapo la cantimplora?’ Y yo: ‘Muérete ya, anda, ¿no ves que estoy avanzando?’ ”.
Miguel Gila (1919-2001) llevó su ingenuidad y surrealismo por toda España y América Latina (en México, además, fundó la revista de humor La Gallina, junto al dibujante Rius, llegando a publicar nueve números antes de su disolución), se quedó a vivir varios años en Buenos Aires y volvió a la España democrática con su famosa muletilla (“¡Que se ponga!”) para seguir arrancando carcajadas hasta poco antes de morir y ser despedido así por Francisco Umbral:
“Gila practicó siempre una absoluta demolición del mito militarista cuando España volvía a ser un cuartel. Y lo hizo con la inocente brutalidad con que lo haría un niño. Los que tenían que entender, entendieron”.
Ahora, en su centenario, Blackie Books ha publicado El libro de Gila. Antología tragicómica de obra y vida, uno de los libros más disfrutones con los que me he topado, que permite conocer de cabo a rabo a la persona y al personaje y en el que Jorge de Cascante, el compilador de los retazos de la vida del cómico en estas páginas, deja claro que “Gila era alguien sobrepasado y pasmado por los acontecimientos, pero que supo narrar ese pasmo, en todo momento desde el punto de vista del perdedor, de quien no tiene ni una oportunidad para recuperar el paso. Con un fusil en la guerra y con un teléfono después”.
ÁSS