Mirar al piso | Por Ana García Bergua

Husos y costumbres | Nuestras columnistas

Hay quienes miran hacia abajo porque saben lo mucho que allí hay para ver.

"Desde la infancia camino por la calle mirando al piso, pero ahora lo hago por temor al tropiezo". (Ilustración: Simón Serrano)
Ana García Bergua
Ciudad de México /

Desde la infancia camino por la calle mirando al piso, aunque ya no busco lo mismo. Entonces estudiaba mi sombra, el cabello largo que se balanceaba hacia un lado y otro bajo un sol que ahora desde el recuerdo me parece perpetuo, los límites entre las baldosas donde se escondían las arañas y los cara de niños, las envolturas de chicle, el pasto rebelde con sus dientes de león para soplarles y pedir deseos. Caían las espadas rojas de los colorines y, según la época, capulines o tejocotes que se podían lavar en casa y devorar con gusto. Muchos señores escupían, hay que decirlo, y no faltaba el resultado desagradable en el piso, amén de las colillas y cajetillas de Raleigh o Baronet lanzadas al abismo o los excrementos de tantos perros sin dueño que andaban por la ciudad. A veces un tornillo, un papel arrugado –un recibo, un boleto de autobús, una carta de rechazo lanzada al piso con rabia, una hoja de periódico– o unas llaves que alguien, en alguna parte, estaría buscando con desesperación. De repente, como el mayor de los enigmas, un zapato huérfano junto al tronco de un árbol me retaba a imaginar al dueño o la dueña posible.

Yo buscaba monedas para que me dieran suerte o estudiaba con cuidado los desniveles entre las baldosas de la cuadra para saber por cuál lanzarme en los patines o la bicicleta. El piso me importaba más, quizá, que la vida de arriba o al frente. Pocas cosas había al frente que me pudieran interesar; quizá otros niños —tema complejo—, las lagartijas que trepaban por los troncos de los árboles y los perros callejeros. Si asomaba un gato era el mejor día de mi vida. En lo alto estaban los pájaros en las ramas y los cables del teléfono, las nubes, los adultos, todo lo que no se podía entender.

El personaje de mi novela ha caminado la ciudad por pisos de tierra, empedrados, de adoquín y finalmente de chapopote. Ha pisado charcos en los que alguna vez hubo cadáveres, todavía encuentra bosta de caballos y burros, y cruza constantemente por vías de tranvía; las alcantarillas se le han de haber aparecido por sorpresa. Seguramente encuentra flores y fruta a su paso, árboles que la regalan y no son de nadie, trapos viejos, una suciedad orgánica, con pocos automóviles. Pero ella no mira al piso, pues tiene un carácter muy distinto al de quien la escribe: mira al frente y arriba, estudia a la gente, es provocadora y le gusta la bronca. En su ciudad aún no hay jacarandas que la distraigan.

Desde la infancia camino por la calle mirando al piso, pero ahora lo hago por temor al tropiezo. El piso de mi calle empieza a cubrirse de flores moradas y sigo pensando que me gustaría lanzarme por la acera de enfrente en los patines.

AQ

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