Están quemando los cerros
los mismos pobres diablos de siempre.
Es época de secas en la Ciudad de México,
y a la espantosa contaminación de estos meses
se vienen a sumar el humo y el hollín
de la quema de llantas y pastizales secos.
Me levanto a cerrar la ventana
a pesar de que hace mucho calor.
No hay alternativa… no es posible
seguir respirando esta atmósfera tiznada.
Es muy poco lo que podemos hacer
por cambiar el mundo. Mínimo…
Los problemas son de tales dimensiones
que cualquiera que pretenda solucionarlos
está destinado a terminar en un sacrificio.
Recuerdo los incendios en las colinas
y los cerros del Valle de México
desde que era yo niño.
Y siempre me parecieron absurdos.
Entonces se justificaban
acudiendo a supuestas prácticas
de borrosos orígenes prehispánicos
para “fertilizar” la tierra
antes de la temporada de lluvias.
Hace décadas que nadie siembra nada
(¿o habrá que decir: casi nadie?)
en la imposible ciudad,
de tal manera que las quemas
son más injustificadas que nunca.
Y nadie parece hacer nada
por detenerlas o evitarlas.
No queda más que salir de la ciudad,
si hay oportunidad… o tener paciencia
esperando a que lleguen las lluvias.
Y aunque no está a nuestro alcance
acabar de plano con esta miseria,
es mucho lo que podemos hacer
con respecto a cómo nos afecta.
A veces basta con dejar pasar un agravio,
abrir una puerta, cerrar una ventana,
buscar mejores aires.
Solo en este espacio de libertad personal
hay forma de cultivar la esperanza.
Pero es ínfima nuestra contribución
para cambiar el mundo. Ínfima…
La poesía es mi forma ínfima
de hacerlo más habitable.
AQ