En algún lugar de La mujer de mi entierro (Textofilia) encontramos el cuadro siguiente: “Abrí el refrigerador, su luz penetró hasta mis pupilas recién abiertas, tomé una [sic.] la jarra de jugo de naranja y saqué un vaso de la repisa. Me serví el jugo mientras pensaba que se me antojaban unos huevos con tocino. Ante la flojera de cocinar y recogerlo todo después, me conformé con cereal. Abrí la caja y tomé un puñado. El ruido del cereal aún crujía en mi boca cuando el olor a perfume delató la presencia de Lucía”. Dejemos las barbaridades a un lado (eso de que el ruido crujía, por ejemplo). Esta es la respuesta que José Memun encuentra para describir el hundimiento emocional del protagonista después de que su familia ha humillado a su novia durante una cena. Conviene también atraer este momento (que se prolonga hasta el bostezo) porque refleja el plan seguido por José Memun para la construcción de su novela: un costumbrismo que sólo atina a ofrecerle una sensibilidad gemebunda a la juventud extrema que pasta en las fiestas de quince años y los centros comerciales.
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Hay, desde luego, una historia: la de Daniel, quien narra desde la hora de su entierro, y la de esa novia adolescente, Alina, un tibio esbozo de la colegiala inadaptada. Es una historia de amor, y por amor debemos entender un manojo de sentimientos que se manifiestan como “Tu mirada se convirtió en mi todo”, “esas aguas de monzón se convirtieron en pozos de agua tibia” o “no estás dispuesta a fingir ser óleo cuando en verdad eres acuarela”. Además de una madre castrante y un padre sometido a la ley de las apariencias, no hay nada más, si prescindimos de las últimas páginas en las que Daniel, ya un cuarentón abrumado por los deberes conyugales y paternales, revive tibiamente sus frustrados arrebatos con aquella adolescente. En este sentido, la memoria se resuelve en una ola impertinente de lloriqueo.
La mujer de mi entierro tiene la desgraciada cualidad de servirse del género novelesco para dictar lecciones sobre la prosperidad que aún conserva la cursilería y, sobre todo, la presunción de que los lectores son en realidad acólitos de Maná o Arjona. No trae sino malas noticias. De entre todas ellas, ninguna más aterradora como la que anuncia la popular mezcla de farsa introspectiva y jerga menesterosa.
La mujer de mi entierro
José Memun | Textofilia | México | 2021
AQ