Para Enrique González Corrales
El Museo del Prado ha vuelto a abrir sus puertas, pero no todas sus salas. Entre muchas otras cosas, la irrupción de la pandemia ha provocado que, de momento, la enorme y valiosa colección de una de las pinacotecas más importantes del mundo haya sido “reducida” a una colección de 250 obras: de El descendimiento de Van der Weyden y La Anunciación de Fra Angelico, pasando por cuadros de El Bosco, Tiziano, Rafael, Tintoretto, Rubens, Caravaggio, Goya o Murillo, hasta los bufones, Las Hilanderas y Las Meninas de Velázquez. Poder apreciarlos después de un largo encierro y descubrir la interacción y el diálogo entre todos ellos es motivo más que suficiente para volver a ese histórico espacio, pero… resulta que yo no me he atrevido.
La “desescalada”, ese término creado para disponernos a la “nueva normalidad”, nos va devolviendo cada vez más libertades. Incompletas o trasquiladas, pero libertades al fin y al cabo, mientras el personal médico y científico trabaja a marchas forzadas para que todos podamos recuperar (o adaptar) plenamente la mayor parte de la cotidianidad suprimida. El problema es que en este periodo de “¿transición?” simplemente… no me hallo.
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Veo en la tele las imágenes de la gente tomando las calles, las playas y las terrazas de bares y restaurantes con ansia desbordada y desdeñando las recomendaciones sanitarias para evitar un “rebrote” y, entonces, me niego a salir a dar un paseo. Leo un reportaje sobre los análisis de las formas de contagio (la dirección del aire acondicionado en un lugar cerrado, por ejemplo) y ya sólo entro (por imperiosa necesidad) en el supermercado. Ni siquiera he vuelto a la biblioteca pública de mi barrio (uno de mis paraísos) que, aunque con varias restricciones, ya está abierta. La verdad es que menos horas frente al televisor y los periódicos no me ayudan mucho. El temor al bicho letal lo tengo bien acendrado.
¿Padezco el “síndrome de la cabaña”? Probablemente. Pero hay algo más: me rehúso a hacer las cosas “a medias”. Miren: para ir al Museo del Prado es necesario reservar por internet una de las mil 800 únicas entradas disponibles cada día (antes eran ocho mil), al menos 24 horas antes de la visita. Hay que llegar a la puerta con la mascarilla bien puesta, desinfectarse la suela de los zapatos en una alfombrilla, permitir que nos tomen la temperatura corporal con un termómetro electrónico y, durante todo nuestro recorrido, vigilar que no estemos rodeados por más de cuatro personas, porque hay que mantener siempre la “distancia de seguridad”.
Vamos a ver: con todas esas cosas, la “experiencia estética de lo bello y lo sublime” (Edmund Burke dixit) se altera o, de plano, no se alcanza y todo queda en una especie de coitus interruptus y… ¡así, no!
Mucha gente, sin embargo, no está de acuerdo conmigo. Lo digo porque, durante esta semana, el cartel de “Entradas Agotadas” no ha tardado en colgarse a diario en la web (y eso que todavía no está permitido viajar entre provincias y, menos todavía, que entren turistas al país). ¿Ahora resulta que todo mundo va a los museos? Que yo sepa, antes de la pandemia los habían masificado precisamente los turistas, pero no los “locales.” Pues ahora, con tal de no estar en casa... ¡venga, al museo!
Cuentan que, a pesar de la distancia y las dificultades del viaje, desde hace ya más de dos siglos muchos artistas europeos se esforzaban por venir a ver, analizar y copiar muchas de las obras que alberga el Museo del Prado (sobre todo las de Velázquez). El primer pintor de renombre en hacerlo fue el escocés David Wilkie, radicado en Londres y retratista de la independencia española (de forma paralela a Goya), quien se pasó más de cinco meses de 1827 ante los cuadros de Murillo y Velázquez. “Venía todos los días al museo, pasaba tres horas en un silencioso éxtasis, se fijaba en las diferencias técnicas y expresivas, que le parecían ser la base o el antecedente directo de lo que entonces se hacía en Inglaterra, y después, cuando la fatiga y la admiración lo agotaban, dejaba escapar un ¡uf! del fondo de su pecho, se ponía su sombrero y se iba para luego volver”, escribió Louis Viardot en su Estudio de las Bellas Artes en España.
Ya lo ven: Wilkie venía desde Londres, sin importarle las adversidades viajeras decimonónicas, y uno que tiene aquí al lado esta maravilla de lugar, ay, no se atreve a ir.
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