Hace tres décadas, cuando Mamá Unión Europea seguía imponiendo y financiando la modernización de España, a Bilbao (País Vasco) le seguía costando dejar atrás su imagen de ciudad industrial, gris, sucia y aburrida. El hollín de la siderurgia y el terrorismo etarra, además, parecía determinar el carácter cotidiano de los bilbaínos y, a ambos lados de la ría del Nervión, la vida se estancaba. El impulso que necesitaba esta villa portuaria llegó desde Nueva York, de la mano de la Fundación Guggenheim, que eligió abrir aquí uno de sus museos.
Fue Frank Gehry, cabeza de una de las empresas de arquitectura más influyentes del mundo y Premio Pritzker, quien se encargó de diseñar el nuevo centro de arte. Él y su numeroso equipo tardaron un lustro en levantar un gigante de titanio que finalmente se inauguró en el otoño de 1997, hace 25 años, y se convirtió en un gran revulsivo de la vida cultural, económica, social y artística de Bilbao. Comenzaron a llegar turistas de todas partes del mundo, la zona se llenó de nuevos edificios, el casco viejo de la ciudad se revitalizó (con un toque gourmet) y sus habitantes se especializaron en ser grandes anfitriones.
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Uno llega a la explanada de este recinto, que a lo lejos parece un enorme barco plateado, y lo recibe un perro floral grandulón. Se llama Puppy, es un cachorro escocés, tiene una altura de más de 12 metros, su estructura de acero está cubierta con unas 38 mil plantas naturales, que cuentan con un sistema interno de irrigación y son cambiadas dos veces al año, y es la mascota oficial del Guggenheim. Unos pasos más allá, está el atrio que hay que atravesar para comenzar a adentrarse en la colección permanente del museo, que incluye obras de los artistas más importantes del último medio siglo y se complementa con parte de los fondos de la Fundación Guggenheim.
Algunas salas están dedicadas a montajes monográficos y otras albergan obras realizadas expresamente para este lugar, donde el arte contemporáneo vasco y español también está representado. Además hay espacios para conciertos, conferencias, proyecciones y talleres. Pero aquí destaca la producción de personajes como Eduardo Chillida, Yves Klein, Willem de Kooning, Robert Motherwell, Robert Rauschenberg, James Rosenquist, Clyfford Still, Antoni Tàpies y Andy Warhol. Y entre las obras que, en general, el público considera más atractivas se encuentran La materia del tiempo, de Richard Serra, Instalación para Bilbao, de Jenny Holzer, Fuente de fuego, de Yves Klein, Mamá, de Louise Bourgeois, Tulipanes, de Jeff Koons, Arcos Rojos, de Daniel Buren o Escultura de niebla, de Fujiko Nakaya.
Desde hace cinco años, además, este museo cuenta con una sala llamado zero en la que, a través de una proyección inmersiva, el visitante experimenta un acercamiento sensorial a la historia del lugar y a los detalles del edificio diseñado por Gehry. Mediante el uso de la geometría y de la proyección sobre una gran pantalla curva, en una sala recubierta por espejos, uno se ve envuelto en un entorno caleidoscópico, mientras una visión de 300º multiplica 14 veces el espacio real de la galería. Es fascinante, pero… tal vez sería mejor ubicar esta experiencia al final del recorrido, porque abrumar y marear al principio quita parte de la energía necesaria para dedicarse a mirar toda la oferta artística que ofrecen las 19 galerías del recinto.
Para celebrar su 25 Aniversario, se ha implementado un gran tríptico expositivo, compuesto por tres aproximaciones temáticas que dialogan entre ellas, permitiendo redescubrir las obras que han definido históricamente tanto el interior como el exterior del museo. Así, cada planta del edificio ofrece una presentación de la colección. Secciones/Intersecciones. La vida material, Desplegando narrativas, y Marcando la historia constituyen los ejes temáticos que permiten tener por primera vez una visión panorámica del acervo que se ha ido adquiriendo desde su fundación hasta nuestros días.
Desde su inauguración, cada año el Museo Guggenheim recibe un promedio de un millón de personas. El otro día, sin embargo, me di cuenta de que hay quien prefiere no entrar y sólo llega, se toma una foto en el atrio, le da la vuelta por fuera a sus 24 mil metros cuadrados y se conforma con admirar sus formas curvilíneas y retorcidas, recubiertas de piedra caliza, cortinas de cristal y planchas de titanio.
AQ