Hace tres meses vi, abracé y conversé con Nélida Piñón por última vez. Quién sabe por qué (uno no encuentra explicación racional para este tipo de cosas), pero sentí que ya no volveríamos a vernos y, lamentablemente, no me equivoqué. Nélida estaba muy delgada, ya casi no escuchaba y, para colmo, sus pequeños ojos ya no alcanzaban a distinguir bien. Caminaba con ayuda de un elegante bastón y padecía, además, una ictericia que le daba un tono amarillento. Su sonrisa y su alegría, en cambio, estaban intactas. También su memoria. Y sus dulces reproches de madre, abuela y maestra. La tarde del pasado sábado 17 de diciembre, sin embargo, se murió en la lúgubre Lisboa.
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Nos conocimos hace 15 años, en México, unos días antes de que la UNAM la distinguiera con su Doctorado Honoris Causa. Subí a la suite que ocupaba en el Hotel Sheraton, frente al hemiciclo a Juárez, y la encontré absorta, mirando buena parte de la ciudad a través de la ventana, reflexionando en lo que había atestiguado hacía un rato. Me contó: “he ido a la Basílica de Guadalupe y he visto la manifestación de amor más grande del mundo: dos mujeres entraron al templo de rodillas, con los ojos clavados en la imagen de la virgen, rezando o tal vez comunicándose con ella, sin dejar de avanzar y verlas… ¡me he conmovido tanto!”. No es que Nélida fuese muy religiosa, lo que la había emocionado era el grado que puede alcanzar un acto de fe.
Desde entonces comenzamos a escribirnos por correo electrónico y a vernos cada que ella iba a México y, luego, siempre que llegaba a España. Una y otra vez me obsequió anécdotas hilarantes, sobre María Callas, “gorda y con gafas”, o de Borges, “que era muy de derecha y peleón”, o de Carmen Balcells, “amiga del alma y dueña de un temperamento bravío”, o acerca de Manuel Puig, “que se vestía de Marlene Dietrich y la imitaba divinamente.” Nélida también era una gran aficionada a las películas de aventuras y a los westerns americanos. “Me fascina la soledad del Oeste. Esos hombres grandes, mascando pedacitos de carne seca y apagando el fuego con el café viejo son totales”, me dijo una vez entre carcajadas.
Hasta hace unos años, en su casa de Río de Janeiro, vivía con ella un perro enano y coqueto, llamado Gravetinho (Astillita), que le daba lecciones de humanidad. “Me despertó cuestiones morales relativas a los animales. Y descubrí que la sensibilidad de un perrito, pequeñito, es capaz de desafiarme. Me pareció que era de una gran naturaleza humana. Porque sus reacciones eran propias de la gran humanidad, pero también de sus perversiones. Lo tomaba en mis brazos, lo llevaba a ver la laguna que está frente a mi casa y le decía: mira el mundo, travieso, mira el mundo. Y él miraba para un lado y para el otro y luego me veía a mí, con mucho agradecimiento”.
Cuando empezó a fallarle la vista contrató a una persona para que le leyera en voz alta y se compró dos grandes pantallas para su computadora. “Soy una octogenaria, querido. Y he sido muy andariega”, decía resignada, pero dispuesta a seguir tomándole el pulso a las palabras, a dominar las subordinadas y la puntuación y a corregir sus textos de manera despiadada: “hay que esforzarse para sacar el rostro auténtico de cada frase. Yo tacho y corto y corrijo mucho. ¡Mucho! Mira, de La república de los sueños, por ejemplo, una novela de 700 páginas, hice siete versiones antes de publicarla. Es que a mí me encanta lograr un equilibrio entre las frases cortas y las frases largas. Porque así se producen pausas respiratorias que hacen más disfrutable la lectura”, contó una vez en el curso de escritura creativa al que me invitó a participar en la Residencia de Estudiantes, el sitio que hicieron mundialmente famoso Federico García Lorca, Luis Buñuel y Salvador Dalí.
El sábado pasado, después de que Juan Cruz me diera la fatídica noticia de la muerte de Nélida, pensé en todo lo que de ella atesoro: su sonrisa perenne y sus ojos apretados, su acento carioca, su admiración desmedida por Homero y Wagner, su ejemplo de libertad e independencia, su sensibilidad ante todo y con todos, su energía creativa, su prosa llena de un ritmo cadencioso que envuelve, incluso, cuando se torna barroca y sentimental y, sobre todo, su firme determinación para hacerme menos ignorante: “Vitiño, ¿ya has leído este libro?, ¿ya has escuchado esta pieza musical?, ¿ya has visto esta película?, ¿ya has viajado a este lugar?... ¡Es muy importante, no lo olvides!”.
AQ