No toda la verdad

Laberinto, 20 años

Al recordar no hacemos otra cosa que narrar, fabular, modelar nuestra experiencia con el auxilio del té y la magdalena.

De la exposición 'Mentiras. Paisajes tentativos'. (Foto: Juan Rafael Coronel Rivera)
Roberto Pliego
Ciudad de México /

¿Debemos confiar en la forma y la consistencia que tienen nuestros recuerdos? ¿Debemos atribuirles el don de la infalibilidad? ¿Son, pues, dignos de confianza? Ya que se manifiesta con la estructura de un relato, la memoria conserva nuestra experiencia y a la vez tiende a modificarla, como si le resultara insuficiente. Recordar es, de esta manera, interpretar, hacer que la vida, nuestras vidas, tan inarticuladas, tan carentes de forma, adquieran un orden sin el cual carecerían de sentido.

Podemos hablar de una memoria histórica —las señas de una presunta identidad—, de una memoria genética —las lecciones aprendidas y transmitidas de una especie—, pero qué hay de la memoria individual, de aquello que hemos dado en llamar lo que somos. Si aceptamos que los memoriosos son grandes contadores de historias, ¿debemos creer entonces que son proclives a la ficción?

Como género, el de las memorias exhibe un temperamento inevitablemente anfibio. Por un lado, aspira a recuperar la hechura y la calidad absolutas de lo que fue —sobre todo de los hechos; los pensamientos y las sensaciones se evaporan con facilidad—. Por otro lado, al tiempo que activa ese gesto de recuperación, no puede evitar poner orden en esa nebulosa de materia informe y sin coherencia, que no apunta a nada ni se asocia con nada, que resulta ser la vida. Como impulsada por una pretensión artística, la memoria —en ocasiones, las más felices— procura la armonía.

Pensemos, por ejemplo, en las memorias de Giacomo Casanova, escritas cuando el vigoroso entusiasmo había dado paso a la decadencia. Parecen una novela de lances eróticos, juegos de cartas y duelos a la luz de la luna, y, sobre todo, una apología de la aventura. En uno de sus pasajes memorables, Casanova vuelve a 1755 —había cumplido 30 años— y al Palacio Ducal de Venecia, la prisión adonde fue a dar por capricho del inquisidor. Tras nueve meses de planear su fuga luego de casi terminar un agujero en el suelo, fue trasladado a una celda aún más inhóspita. De modo que ahora buscaría salir por el techo ¡de plomo! El relato que transcurre durante la noche del 31 de octubre de 1756 abunda en acrobacias, temple de acero e invocaciones a la buena fortuna. La cornisa del palacio y la ventana que lo lleva a la cancillería, la puerta que conduce hacia la escalera y, más tarde, al Arco Foscari, se presentan ante nosotros con el aura de creaturas mitológicas. El lector no duda nunca del talento narrativo de Casanova y por eso no tarda en rendirse ante el influjo hipnótico del relato a pesar de que algunos detalles se antojan el acto estelar de un portentoso fabulador. Y, sin embargo, una cosa es cierta: Casanova se fugó del Palacio Ducal, y su techo plomizo, de Venecia.

Así que al recordar no hacemos otra cosa que narrar, y narrar es fabular, modelar nuestra experiencia con el auxilio del té y la magdalena, que solo cobran plena existencia en la ficción literaria. La memoria: esa mentirosa que dice unas cuantas verdades.

Roberto Pliego

Ensayista, crítico literario y editor. Es autor de '101 preguntas para ser culto'.

AQ

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