Estos días de cielo limpio nos han regalado a los chilangos espectáculos de nubes extraordinarios, que incluso nos han dejado ver los volcanes. Yo los agradezco porque tengo un alma antigua y me cuesta imaginar el universo más allá del cielo infinito, además de que las nubes me provocan fascinación porque tienen mucho misterio: viajan y están siempre en movimiento, son cambiantes, volubles como nuestro estado de ánimo. Un cielo encapotado nos deprime o nos asusta, pero las nubes viajeras, las que riegan los campos y casi danzan con ligereza propulsadas por el rayo como en el poema de Percy B. Shelley, esas nubes en las que se posa el águila, majestuosas y solares, nos provocan esperanza y raras expectativas justo ahora en que, dicen, se acercan fuertes nubarrones de otro tipo a nuestro país.
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Las nubes pueden llegar a ser impresionantes y recordarnos a las que pintaban los grandes renacentistas como Miguel Ángel o el Tiziano, con Dios, la Virgen o el mismo Zeus sentados en sus tronos algodonados y llenos de matices. Los dioses griegos jugaban con los engaños y la sensualidad de las nubes, las Néfeles eran ninfas de las nubes y mudaban sus formas. Aristófanes, en Las nubes, su obra de teatro, critica a los sofistas por corromper a la juventud y se burla de un Sócrates que las adora como deidades, “grandes diosas de los perezosos, aquellas que precisamente nos otorgan el saber, el razonamiento, la inteligencia, el don de la invención, la labia, el artificio de la oratoria, la penetración”. Pone además en escena un coro de nubes, lo que se me hace maravilloso.
Por su naturaleza cambiante, las nubes siempre han sido dramáticas. Las nubes de los románticos ingleses amenazaban a los barcos o formaban parte de un paisaje majestuoso e infinito, como el del famoso cuadro de Caspar David Friedrich, El caminante sobre el mar de nubes. Su versión moderna serían los cuadros de Georgia O’Keeffe en las que las representa vistas por encima desde un avión; da antojo de caminar sobre las nubes y danzar sobre las nubes, nubes ligeras, alegres, esas que navegan por cielos azules y despejados como seguramente las imaginó el gran Django Reinhardt cuando compuso su preciosa y alegre “Nuages”. Y las nubes de los Simpson, por supuesto, que son las nubes de nuestra postmodernidad, las nubes de la ironía. En el teatro no hay nada más lindo que un buen telón de nubes, bien pintado.
Ando en las nubes, como se podrá ver, buscando ejemplos que quepan en el pequeño espacio de esta columna, nubes que se condensen y de repente hagan llover alguna esperanza de podernos ir a vivir en ellas, a las nubes siempre fértiles que inspiran, no como las que, dicen, se aproximan.
AQ